-Sí,
llámalo cuanto antes, y no te
preocupes por traerme ningún
desayuno, repondré fuerzas en
el camino; ya se me ha hecho
demasiado tarde.
Se
incorporó bruscamente y, malhumorado,
fue a buscar su casaca de viaje,
Liesel se apresuró a ayudarle
a ponérsela a lo que él, verdaderamente
enfadado ya, la rechazó con
el gesto y la palabra.
-¡No
es necesario, muchacha, puedes
reintegrarte a tus quehaceres!
Ella
le miró sin comprender pues
aquel acento no era lo que se
dice amable y él parecía encolerizado...
con ella. Se le llenaron los
ojos de lágrimas y como no tratábase
precisamente una mujer tímida
de las que sufren en silencio,
murmuró, haciendo un esfuerzo
para que los sollozos no quebrasen
su voz:
-Señor,
¿qué os he hecho yo para que
me tratéis de esta manera?...
Sólo pretendía ayudaros...
Wilhelm
se sintió muy incómodo porque
la jovencita tenía razón ya
que su conducta no era la correcta
y se maldijo interiormente por
aquella cólera ilógica que le
dominaba sin que pudiese impedirlo.
-No
me has hecho nada Liesel, ¿tan
importante te crees? –no debía
haber dicho aquello y se arrepintió
enseguida por su intemperancia
ya que la pobre muchacha empezó
a llorar en silencio, no como
había visto a otras mujeres,
llorando falsamente entre dengues
y suspiros, sino con auténtico
dolor. Se sintió acorralado,
no sabía que hacer ni que decir,
consolarla era excesivo, excusarse
impensable, ¿qué embrollada
situación era aquella de la
que no podía salir?
-¿Por
qué sois tan cruel conmigo?
Cualquier
otra sirviente se hubiera escapado
corriendo sin hacer pregunta
alguna. Wilhelm no salía de
su asombro.
-No
lo soy –farfulló-, no lo soy
en absoluto, me porto como cualquiera
otra persona...
-¡Eso
no es cierto! -exclamó ella
con apasionamiento entre sus
lágrimas-, vos no sois como
los demás, vos siempre habéis
sido conmigo comprensivo, amable...
¿Por qué habéis cambiado tan
de repente?
-No
sé de que me hablas –repuso
él con sequedad acercándose
a la ventana para darle la espalda
porque no podía sostener su
mirada de reproche.
-Erais
tan diferente a todos... –comenzó
ella pero él, al escuchar aquel
“todos”, se revolvió como si
le hubieran herido a traición.
-¿Todos?...
Muy joven eres para alardear
de experiencias, Liesel, ¿o
acaso me engaño?
Ella
le miró sin comprender y ante
aquellos ojos grandes y sorprendidos,
Wilhelm supo que había cometido
otro grave error y se apresuró
a enmendarlo torpemente.
-Bueno,
si me comparas con tu prometido,
Herr Hauptmann, tal vez sea
diferente.
Liesel
dejó de llorar.
-¿Qué
habéis dicho? –quiso saber con
expresión de asombro.
-Herr
Hauptmann, tu prometido esposo.
-¿Quién
os ha contado eso?
-Él
mismo -dijo el poeta desconcertado.
-¿Él
mismo? –repitió Liesel estupefacta.
-Si.
La
joven había pasado de la palidez
al rubor sin transición, y,
acto seguido, estalló vehementemente:
-¡Pues
se trata de un embuste, señor;
ni es mi prometido esposo ni
jamás lo fue, nunca!...
Wilhelm
se sintió acorralado sin saber
que pensar ni a quién creer.
-Él
lo afirmó... Yo no hice pregunta
alguna y Hauptmann se apresuró
a contármelo apenas saliste
de esta habitación el otro día...
-¡Mintió,
mintió, mintió!... –exclamó
Liesel con las mejillas encendidas-
¡Al poco de venir aquí a trabajar,
empezó a rondarme y, en efecto,
me propuso matrimonio, incluso
con la bendición del pastor
que veía en ello un cambio de
situación muy ventajosa para
mí, pero yo siempre le rechacé
porque a pesar de haberse portado
bondadosamente conmigo, no tengo
porque casarme con nadie por
agradecimiento!
-Él
lo afirmaba... –repitió confuso
Wilhelm- ¿Cómo no iba a creerle
si lo decía tan seguro?
Ella
se dejó llevar por una creciente
indignación.
-¡Ahora
comprendo muchas cosas, vuestra
conducta ha sido parecida a
otras, huéspedes que han pasado
por aquí siendo corteses conmigo
y que luego... luego... !
No
prosiguió porque las palabras
se estrangulaban en su garganta.
Wilhelm
la contempló con alarma.
-¿Luego
qué, Liesel?
La
joven se echó a llorar inconteniblemente.
-Vos
no queríais saber nada de mí,
pero ellos sí...
Ahora
quien se indignó fue él.
-¿Insinúas
que pretendieron tomarse libertades
contigo?
La
muchacha sollozaba desconsolada.
-¿Qué
respeto podía merecerles una
mujer que se vendía por dinero?...
Y a vos mismo, ahora lo comprendo,
debí pareceros falsa y repugnante,
capaz de... capaz de...
Liesel
lloraba convulsivamente, con
las manos en el rostro, estremeciéndose
sus frágiles hombros, espectáculo
que era más de lo que Wilhelm
podía soportar. El joven se
acercó irreflexivo a la muchacha
y la abrazó protector.
-¡Liesel,
no llores más, te lo ruego,
no llores!... Todo ha sido una
patraña, bien, olvidémosla...
y perdóname tú a mó por mi severidad
y rectitud, en este caso erradas...
Debí suponer que eras incapaz
de semejante conducta... pero
soy humano y, como tal, necio...
Ella
alzó su rostro, húmedo por el
llanto, hacia él y Wilhelm pensó
que era la primera vez que contemplaba
directamente la imagen de la
inocencia ultrajada, luego de
haberla visto en más de algún
cuadro de asunto bíblico.
Liesel
era tan joven, tan bella y estaba
tan desamparada en el mundo,
presa fácil de cualquier desaprensivo...
La cierva herida...
-¡Liesel,
debes irte de esta posada –murmuró
roncamente-, debes irte!
-Sí,
me iré, señor, me iré muy lejos.
Wilhelm
la soltó con delicadeza.
-¿Adónde
irás?... ¿Tienes algún sitio
en el cual... ?
-No,
señor, pero ya encontraré; siempre
hay trabajo para las criadas.
El
poeta se dirigió hacia el lugar
en donde reposaba su equipaje,
dos bártulos de medianas dimensiones
y recogiéndolo, le pidió a Liesel:
-Alárgame
esos papeles que están encima
de la mesa... –y, cuando ella
se los entregó, le dijo en un
tono que no admitía réplica:
-Desde este momento pasas a
mi servicio.
Ella
le miró sin comprender, como
si no hubiese escuchado bien
sus palabras.
-Si,
Liesel, te tomo a mi servicio...
Debiera haber marchado ya muy
temprano porque se me espera
en las posesiones del duque
de Alt-burg, quien ha tenido
la gentileza de ofrecerme un
pabellón durante el tiempo que
precise para escribir una obra
de teatro que acabo de empezar.
Ella
apenas atinó a replicarle:
-¿Necesitáis
una criada?
-Hay
suficiente servicio en la mansión.
-No
os comprendo...
-Odio
las cadenas, Liesel, la esclavitud...
Nunca más volverás a ser una
criada –declaró él con solemnidad.
-Pero
me tomáis a vuestro servicio...
-En
efecto, mas en calidad de amanuense;
tú pasarás en limpio cuanto
yo escriba... –se impacientó-
¿Aceptas?, es un buen trabajo
y digno.
Ella
tuvo unos instantes de vacilación.
-¿Vuestra
esposa estará de acuerdo?
La
pregunta le cogió a Wilhelm
desprevenido.
-¿Mi
esposa?... No tengo esposa,
ni prometida, ni nada que se
le parezca, soy un hombre sin
ataduras y mis responsabilidades
son elegidas con entera libertad...
Si te ofrezco esa colocación
es porque creo que eres merecedora
de ella, cuando menos, voluntad
no debe faltarte.
A
la joven se le llenaron los
ojos de lágrimas de agradecimiento
y, postrándose a sus pies, se
precipitó a cogerle la diestra
que cubrió de besos.
-¡Oh,
gracias, señor, gracias, os
juro que nunca tendréis motivo
de arrepentimiento por vuestra
buena acción!
-¡Levántate,
muchacha, ningún ser humano
debe humillarse delante de otro!
–exclamó el poeta fiel a sus
idealismos, aunque inexplicablemente
nervioso ahora.
Ella
le obedeció feliz.
-¿Me
permitís que vaya a buscar mis
cosas, señor?
-Sí,
hazlo, yo en tanto bajaré a
comunicarle al hospedero que
te llevo conmigo.
La
muchacha estaba abriendo la
puerta en ese momento y se detuvo
radiante.
-No
es necesario, señor, Herr Hauptmann
se fue hace unas horas a una
feria de caballos y tardará
en volver.
Él
sonrió a su pesar.
-Entonces
–dijo-, esto es una huída en
toda regla.
-¡Oh,
señor, sí, sí que lo es! –exclamó
Liesel alborozada mientras desaparecía
ligera por el corredor.