Fue
un viaje relativamente corto
si tenemos presente la época;
primero a caballo, -san Jorge
y la doncella rescatada, desplazamiento
éste en contacto tan estrecho
que complació mucho a entrambos
aunque entonces no se dieran
cuenta cabal de ello-, luego,
mientras la Posada del
Sauce y su chasqueado
dueño terminaban de esfumarse
en el recuerdo como si nunca
hubieran existido, ¿alguna
vez fueron reales para la
moza y el poeta?, la devolución
de la cabalgadura, que estaba
en alquiler, y el coche de
postas, traqueteo infame en
compañía de gentes desconocidas
y vulgares.
Liesel
vestía aún sus ropas de criada
que disimulaba con un chal
de segunda mano, regalo, en
otro tiempo, de la mujer del
pastor, y que a la muchacha
se le antojaba el colmo de
la distinción y la elegancia
por más que a ojos de Wilhelm
se le apareciera como una
burda envoltura indigna de
abrazar tanta gracia y juventud.
El
poeta pensó que en cuanto
llegaran al feudo de su protector
el duque, le diría a Liesel
que fuese a comprarse ropas
más adecuadas, no lujosas,
pero sí propias de su nueva
condición. Observó de soslayo
aquellas manos enrojecidas
de piel basta, uñas cortas,
fuertes e irreprochablemente
limpias, y sintió que la ternura
le invadía el corazón... ¡Aquella
pobre niña!... Él la convertiría
en una mujer de provecho,
útil a ella misma y a la nueva
sociedad que se alboreaba
en Francia, un mundo naciente,
un mundo mejor, justo, equilibrado,
la segunda Arcadia que él
también estaba contribuyendo
a forjar con su obra literaria.
Liesel simbolizaría la mujer
del futuro, una mujer autosuficiente
y culta que iba a triunfar
por sus propios medios en
la sociedad que se insinuaba,
y él sería su Pigmalion, noblemente
desinteresado, por supuesto,
su mentor, su amigo fraternal;
ya nadie la ofendería con
propuestas matrimoniales indecorosas,
mas si ella deseaba contraer
nupcias, libre era de hacerlo,
siempre con el elegido de
su corazón, y él, Wilhelm,
estaría allí para entregársela
a ese afortunado. Cuando arribó
a este punto de la historia
que estaba hilvanando quedóse
pensativo pero el coche ya
se detenía oportunamente,
y ellos tuvieron que descender
pues habían llegado al pueblo
que llevaba el nombre del
duque.
Se
alojaron de momento en una
posada, porque Wilhelm tenía
que enviar un mensajero al
castillo para que fuesen a
recogerles, y mientras, Liesel
se ocupó de enterarse en dónde
podía encontrar a alguien
que le solucionase el problema
del vestuario según le había
indicado su nuevo patrón,
y ese alguien lo halló enseguida
con gran diligencia, en la
persona de un comerciante
que vendía ropa en muy buen
estado pese a estar ya usada.
A la muchacha, como a cualquier
mujer, la ropa era asunto
que le importaba, por más
que en su caso el estreno
se redujera a ropa limpia
y, a ser posible, no desgastada
por el uso, ya que debido
a su condición, toda la vida
no había hecho sino llevar
los vestidos de otras personas,
y ahora no iba a ser diferente,
aunque a ella, por supuesto,
le importase muy poco la procedencia.
Con
las monedas que le entregó
su patrón, Liesel pudo adquirir
un par de trajes que parecían
casi hechos a su medida, y
teniendo muy presente las
recomendaciones de Wilhelm
de que se comprara vestidos
acordes con su nueva trabajo,
eligió los más serios que
pudo hallar, un par en colores
severos, de cuello cerrado
y manga larga, eso sí, de
tejido ligero ya que iban
cara al verano, dos cofias
y varios delantales, pues
no le cabía en la cabeza que,
en el desempeño de su nueva
labor, no pudiera llevarlos.
Al
regresar a la posada, apenas
tuvo tiempo de cambiarse rápidamente
y comer algo, que un lindo
cabriolé ya les aguardaba
en la puerta del hospedaje,
dispuesto a conducirles al
castillo de Alt-burg.
Su
acompañante, hombre al fin,
no pareció darse cuenta de
como iba vestida hasta que
el coche empezó a subir la
cuesta que conducía al castillo.
Entonces la contempló atentamente
y le dijo con una ligera expresión
de desagrado en el semblante.
-¿No
había ropa más alegre que
comprar?
-¿No
os gusta, señor? –preguntó
ella inquieta.
-Eres
demasiado joven para ir de
oscuro, ¿y por qué tan cerrada?,
recuerdas a una monja... Ese
cuello y esos puños blancos...
-Son
muy pulcros, señor.
-Sí,
ya lo veo, parece que lleves
un hábito.
La
muchacha enrojeció callándose.
Ciertamente, no tenía mucha
costumbre de comprarse vestidos,
pero ella había creído acertar
con aquellos dignos y austeros.
-Bueno
–suspiró Wilhelm resignado-,
eso se arreglará más adelante.
El
resto del viaje lo hicieron
en silencio cada uno sumido
en sus pensamientos.
Estaban
ya a menos de un kilómetro
del castillo, de hecho cruzaban
el bosque que lo rodeaba,
cuando Wilhelm, volviendo
la cara hacia Liesel, comentó:
-Deberías
de haberte comprado otro sombrero.
La
joven le miró sin saber que
respuesta darle; cada vez
se sentía más confundida y,
sobre todo, intimidada por
las extrañas reacciones del
caballero. Él, sin transición,
alargó ambas manos y con viveza
empezó a quitarle el sombrerito
de paja que llevaba, otra
adquisición de un deshecho
que no había podido resistirse
a comprar la jovencita. Liesel
se quedó muda de estupor.
-No
quiero verte más con esta
cosa en la cabeza –y sus dedos,
que se volvieron de repente
torpes, empezaron a alborotarle
los cabellos como si intentara
peinárselos ahuecándolos,
mientras el viejo sombrero
se quedaba en el suelo del
vehículo, al haber sido arrojado
allí con desprecio.
-Así
estás mucho mejor –dijo él
observándola complacido-.
De nuevo ya has recobrado,
la gracia natural de tu juventud.
Habían
llegado ante el portón de
la verja del castillo y el
cochero se apresuró a descender
para abrirlo de manera que
el cabriolé pudiese entrar
en el parque. Entonces Wilhelm
se inclinó hacia ella y le
dijo rápidamente en voz baja:
-Yo
soy librepensador y el duque
también, mas me temo que no
así su servidumbre, y aunque
no está en mi naturaleza el
dar a nadie explicaciones
de mis actos, te voy a presentar
como mi pupila y discípula,
mi secretaria, porque, fuera
de nosotros, a ninguno de
los moradores de Alt-burg
le interesa saber lo que no
les concierne, ¿comprendes
lo que quiero decirte?