Los
asuntos que habían llevado a Wilhelm
von Reisenbach a la hospedería
no eran casuales, un alto en el
camino conducente a una determinada
dirección, el deseo de descansar
unos días en una villa tranquila,
nada de eso se acomodaba a la
realidad; Wilhelm tenía ciertas
diligencias que llevar a cabo
y la Posada del sauce se
hallaba en el centro geométrico
del terreno de operaciones. Así
que no fue la belleza de Liesel,
ni sus profundos y maravillosos
ojos castaños –en este caso concreto,
color que la gente siempre equivoca
al denominarlo negro-, los que
le indujeran a dilatar su permanencia
en aquel lugar.
Sin
haber dicho cuanto tiempo iba
a estar allí, Herr Hauptmann empezó
a mirarle con ojos atravesados,
ya que su refinado huésped, un
noble caballero a todas luces,
comenzaba a alargar la estancia,
obviamente sin dar ningún tipo
de explicaciones, y para Hauptmann
aquello era indicio de algo que
no le gustaba ni pensar.
El
poeta efectuó algunas visitas
-pues le urgía encontrar la protección
de un mecenas-, portador como
era de cartas de recomendación
en determinados casos concretos,
esperó el resultado entre unas
y otras y el tiempo verdaderamente
libre del que dispuso lo pasó
escribiendo en su cuarto. Llevaba
en mente una obra de teatro en
cinco actos, de alto contenido
revolucionario, pues trataba de
las clases poderosas y de cómo
su despotismo podía aniquilar
a una familia; tenía pensada la
línea argumental y desde que emprendiese
el viaje de regreso a la patria,
había escrito unos cuantos diálogos
del segundo acto, escena primera
-como novedad en prosa poética-,
mas se hallaba bloqueado a raíz
de su conversación con Liesel,
ya que aquella misma noche comenzó
un poema, sin relación con la
obra de teatro, que se iniciaba
con estas palabras, título posterior
de la obra: La cierva herida.
La cierva herida era Liesel,
mal que no lo quisiera reconocer;
se trataba de un animal que huye
del cazador, un hombre viejo y
cruel, siendo finalmente herido
por éste y muriendo para que el
matador obtenga de ella su trofeo.
La agonía de la cierva era muy
dramática y en ella el animal
filosofaba sobre los deseos criminales
de quien le arrebataba así la
vida, la juventud y la belleza,
llevado de un afán egoísta de
posesión. Y como Wilhelm era poeta,
lloró mientras lo escribía, pero
al releerlo no le gustó nada y,
rompiéndolo en mil pedazos volvió
de nuevo a intentarlo una y otra
vez en tanto proseguía con sus
visitas.
Durante
el descanso nocturno, el poema
le perseguía en sueños como desafiándole,
y a veces se despertaba en la
oscuridad angustiado, encendía
el candil y poníase a escribir
febrilmente hasta que, agotado,
caía dormido sobre la mesa, con
la rubia cabeza apoyada en las
hojas de papel.
Pero
la cierva seguía burlándose de
Wilhelm como lo hacía Liesel con
su muda presencia de niña buena
víctima de las circunstancias...
(¡Víctima
relativa!, pensó con furia en
cierta ocasión que la sorprendió
riéndole las gracias a un huésped
recién llegado, joven y bien vestido.
Éste le daba la espalda cuando
él entró en la posada una noche,
y Liesel parecía contenta hablando
con el caballerete, hasta que
aquel algo dijo que pareció no
ser del agrado de la muchacha
ya que se puso seria de repente
frunciendo el ceño con disgusto,
pero Wilhelm, cegado por su obcecación,
se avino a creer que ella, al
advertirle, había fingido desagrado
para seguir en su papel de candorosa
doncella).
Otras
noches, la cierva herida daba
paso a la muchacha en el sueño,
alguien tan delicado como una
flor, retozando desnuda, con gran
complacencia por su parte, entre
los brazos de aquel patán de Hauptmann,
monstruo de concupiscencia que
la acariciaba con sus lascivas
garras, y asistir a tales escenas
era todavía peor que presenciar
la lenta muerte de la ensangrentada
cierva, de cuyo cuerpo palpitante
sobresalían las flechas del cazador.
Liesel
se dio cuenta de que algo extraño
le sucedía al huésped y que ese
algo debía tener algún tipo de
relación con ella, ya que el caballero,
de la cordialidad y llaneza del
primer día de su llegada, había
pasado a una extrema frialdad
y, a responderle con monosílabos,
las contadas ocasiones que coincidían,
ya que marchaba muy temprano y
regresaba lo suficientemente tarde
como para hacer comprender que
había cenado en cualquier otra
parte, y a la muchacha le hubiera
gustado saber adonde iba y con
quién pasaba ese tiempo.
Aunque
Liesel sabía leer, poco lo había
hecho en su vida y casi siempre
se trató de libros piadosos, sobre
todo mientras trabajaba de criada
para el pastor y su esposa, una
vez, sin embargo, y en esa misma
procedencia de origen, cayó en
sus manos el Telémaco del
abate Fenelon, traducido, y las
descripciones de cómo los dioses
sobrepasan en estatura a los simples
mortales, distinguiéndose así
de ellos, la impresionó vivamente,
haciéndole pensar que sólo los
seres excepcionales eran más altos
que los demás y les aventajaban
en hermosura, por ello, cuando
de nuevo se encontró con Wilhelm
von Reisenbach debido a un azar
caprichoso, por el que, no obstante,
ella había rezado después de aquella
primera vez en que le viese junto
a las cocheras del palacio de
la princesa Charlotte Theresa,
le identificó enseguida con la
descripción del abate; el poeta
era muy alto y, tan hermoso, como
pudiera serlo uno de esos dioses
paganos de los que muy poco sabía,
y a los cuales, si había de comparar
con alguien, se vería forzada
a hacerlo con los ángeles.
¿Por
qué la trataba ostensiblemente
con semejante rechazo?, ¿qué había
hecho ella mal para que apenas
le dirigiese la palabra?
Cada
día le arreglaba el dormitorio
procurando que la pieza estuviera
limpia y recogida, con objeto
de alegrar su estancia, ponía
en la mesa un jarro con flores
recién cortadas del pequeño jardín
que había detrás de la posada,
y acechaba el momento en el cual
él hacía acto de presencia cansado,
y con el ceño fruncido, en cuanto
la descubría. Pero una mañana
sucedió, creyendo Liesel que,
según costumbre, von Reisenbach
ya había salido de la posada,
al entrar en la pieza sin haber
llamado a la puerta, se lo encontró
profundamente dormido derrumbado
sobre la mesa, con la pluma entre
los dedos y el tintero volcado,
lo que evidenciaba una amplia
mancha oscura, ya seca, en la
madera.
Liesel
era portadora de los utensilios
de limpieza, y quedó suspensa
en el umbral sorprendida ante
tan inesperada visión. Luego,
como era una persona muy práctica,
se preguntó si no le habría dado
un ataque al caballero, ya que
no era lógico quedarse dormido
en tan incómoda postura y lugar
menos adecuado. Con que cerró
suavemente la puerta y dejando
en el suelo el menaje de limpieza,
se acercó de puntillas al durmiente.
No podía ver si respiraba ya que
su postura no lo permitía, así
que, con mucha delicadeza, puso
los dedos en el cuello del poeta
notando entonces que en él latía
la vida, cosa que le devolvió
la tranquilidad. Lo que continuaba
sin entender es el motivo de haberse
quedado dormido allí.
Wilhelm
removióse en sueños despertando
súbitamente y lo primero que vio
fue el rostro preocupado de Liesel
inclinado sobre el suyo, lo segundo
que ya era de día y el verla a
ella unida a las primeras horas
de la mañana le hizo comprender
que en esta ocasión el cansancio
le había traicionado pues en sus
propósitos entraba el haber abandonado
la Posada del sauce muy
temprano para no volver; finalmente
había encontrado mecenas en la
persona de un antiguo protector
quien de forma providencial, y
muy oportuna, se brindó ayudarle.
De ahí que luego de una noche
no mejor que las anteriores en
cuanto a reposo, hubiera decidido
levantarse a las tres de la madrugada,
vestirse, empezando, para matar
la espera, a reescribir el eterno
poema que nunca le gustaba una
vez concluido, y así le había
sorprendido el sueño.
-¿Os
dormisteis mientras escribíais,
señor?
La
voz de Liesel resonó en sus oídos
muy suave y dulce, maternal incluso,
hubieráse dicho él, lo que no
dejaba de ser un contrasentido
en una muchacha tan joven.
Desarmado
por aquel acento, tuvo una respuesta
vacilante:
-Creo...
Creo que sí... Me desperté demasiado
temprano y...
Liesel
descubrió el equipaje dispuesto
junto al arcón.
-¿Abandonáis
la posada?
-Si.
Los
dos se quedaron mirando sin saber
que más añadir.
-Llamaré
a Heini para que baje vuestras
valijas, señor.
Wilhelm
la contempló casi con ira, ¿eso
era lo único que se le ocurría
decirle aquella moza?, bueno,
después de todo resultaba de lo
más normal, él no era allí más
que un huésped de paso, como podían
llegar a docenas a la hospedería
en el transcurso de una semana.