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El primer pensamiento de Liesel había sido, ¿a qué negarlo?, correr hacia la fortaleza de Wolkenbruch e intentar conseguir una visita, pero la cordura prevaleció y se dijo que si quería ver al poeta, o, mejor dicho, si quería liberarlo, lo más indicado era buscarse influencias, y como ella conocía a muy poca gente que pudiese ayudarla, e incluso hacer algo en su favor, un nombre destacó por derecho propio, un nombre y el recuerdo de las palabras que Wilhelm von Reisenbach no hacía más repetirle una vez caído en desgracia: Philippe-Lucien Dorigny, Dorigny que estaba en Weimar, otro artista, un hombre de ideas liberales y que se desenvolvía en los ambientes cortesanos, alguien que podía saber de Wilhelm, alguien con influencias, y la pequeña Liesel, sin dudarlo un momento, emprendió el largo viaje a una de las ciudades más hermosas y cultas de la Turingia, en donde personajes como Goethe tenían allí su residencia.

No fue un viaje cómodo y aun tuvo que hacer noche en varios pueblos de paso así como cambiar de coche, pero al final entró en Weimar a media mañana de un jueves y, lo que empezó a ver, la deslumbró ya que nunca antes había estado en ciudad alguna, sólo pueblos, montañas y campos y castillos o palacios, no otra cosa, y además, Weimar era una capital de altos niveles tanto económicos como intelectuales, lo que la equiparaba con otras europeas igualmente importantes y le otorgaba esa pátina especial que sólo el bienestar y la cultura saben impartir.

Dejando a un lado la añoranza producida por el hecho de que lo que admiraba lo veía sin la compañía de Wilhelm, la gran ciudad le robó el corazón al contemplar sus limpias calles y sus edificios de fachadas de alegres colores que parecían recién pintadas. Edificios altos y lujosos para una pueblerina, ya que de buena fe creyó al principio que todos eran residencias pertenecientes a la nobleza, apreciación, sin embargo, en la que no se equivocaba del todo.

Lo poco que anduvo al dejar el coche y a sus últimos compañeros de viaje, gente poco comunicativa que iba a lo suyo sin hacer preguntas o respondiendo escuetamente, le hizo considerar que ese no era el procedimiento que debía seguir si lo que pretendía era encaminarse a la casa del escultor. Ella era nueva en la ciudad y no conocía a nadie que pudiera darle razón y tenía algo muy importante que hacer aún, encontrar una posada asequible a sus medios; durante el viaje le informaron a requerimiento suyo, que podía hospedarse en el albergue del Cisne blanco, muy cerca de la casa de Herr Goethe, o bien, medias sonrisas, en el Hotel del Elefante, lo más caro que había en Weimar en ese aspecto, lo cual no era posible, naturalmente, ya que disponía, para sustentarse en plan económico, de unas cuantas semanas, pero no mucho más y eso que, al ir al pabellón había podido recobrar también sus escasos ahorros que tuviera la precaución de esconder previamente detrás de uno de los volúmenes de la Encyclopedie, que se hallaban en la biblioteca. Al pensar en aquella estancia sintió una punzada en el corazón porque había sido muy triste recorrer los aposentos de lo que en otro tiempo fuese un reino encantado; sin Wilhelm, el palacio de sus sueños se había convertido en un montón de ruinas y las salas vacías parecían dormir como en la historia de la Bella del Bosque Durmiente. ¿Acaso no había sido su estancia allí un cuento de hadas, como todas las consejas deliciosas de monsieur Perrault?, e, igual que en los cuentos, había llegado la hora de las pruebas y del sufrimiento: su bello príncipe perdido y ella buscándole errabunda por los caminos. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echarse a llorar en plena calle.

Bien, ahora lo primero era encontrar hospedaje, y comprendiendo que no podía ir preguntando a los transeúntes en plan provinciano, decidió alquilar un coche de punto por muy caro que pudiese resultarle ya que no había otro medio de encontrar posada sin dejarse las suelas de los zapatos en el empedrado perdiendo, además, un tiempo precioso.

Por suerte, y cuando ya desesperaba, encontró lo que quería al ver desalojarse un carruaje delante de la puerta de un edificio que a ella se le antojó la casa de alguien importante, entonces, confundida por el lujo que la rodeaba, mansiones suntuosas, gentes muy bien vestidas, sin detenerse a reflexionar se dirigió al cochero un tanto nerviosa ya que éste al pescante, con su uniforme y el aire solemne de que hacía gala, la imponían un poco.

-¿Quedais libre?

El cochero la contempló como quién no da crédito a sus oídos y frunció el ceño, abriendo enseguida la boca de no muy buen talante, pero lo que iba a decir lo ignoraría siempre la joven Liesel, porque el caballero que se había apeado del vehículo y que estaba esperando a que le abriesen la puerta, le dijo al cochero con una divertida sonrisa:

-Atiende a la señorita y llévala a dónde desee.

Liesel sonrió tímidamente al desconocido.

-Muchas gracias, caballero –replicó con una inclinación de cabeza. El individuo, un hombre de mediana edad, de expresión ligeramente simple y porte aristocrático, volvió a sonreír ahora de manera galante, y, abandonando la puerta, se acercó a Liesel bajo la mirada inquisitiva del cochero, quitándose el sombrero delante de ella mientras le decía:

-Permitidme que me presente, señorita, soy el conde Klaus Andreas von Stadthof, y me ofrezco para ayudaros en lo que hayáis menester, pues deduzco que es la primera vez que venís a Weimar y, tal vez, andéis extraviada.

Liesel se sonrojó intensamente, ya que no le hizo ninguna gracia que el primer ciudadano que se mostraba amable con ella, fuese, precisamente, un miembro de la nobleza.

-Señor, os lo agradezco –repuso cortésmente, no en balde tenía práctica en tratar con la alta sociedad-, y en efecto, sí, me he perdido al desconocer la ciudad.

Él contempló especulativamente el equipaje que ella portaba, recorrió su esbelta figura trajeada con un vestido de viaje de buena calidad pero sin lujos, y se detuvo en aquel rostro encantador que enmarcaban varios rizos y la graciosa ala de un sombrero. “¡Válgame el cielo, pensó, nunca en mi vida había yo visto unos ojos semejantes, por estos ojos se podría perder un reino y hasta la cabeza!

-¿Es la primera vez que venís a Weimar?, perdonad la curiosidad pero, si no conocéis a nadie, a menos que tengáis familia...

Liesel vio el cielo abierto; igual que en los cuentos, un hada madrina debía de estar ayudándola.

-En efecto, nunca antes había estado en esta bella ciudad y he venido a ver a alguien, a quien tal vez vos conozcáis.

Ahora le tocó el turno de sorprenderse al conde.

-¿Yo, señorita?

-Sí, se trata de monsieur Philippe-Lucien Dorigny, el artista.

Aquello sí que no se lo esperaba su interlocutor, de buenas a primeras, en la misma puerta de su casa, una lindísima desconocida se revelaba amiga, o lo que fuera, del escultor de moda en Weimar desde que lo contratara la duquesa, madre del príncipe reinante. ¡Qué sorpresas encierra la vida!

-¡Oh, señorita, claro que lo conozco!, ¿cómo no iba a conocerle?

-¿Le honráis con vuestra amistad? –preguntó Liesel jubilosa.

El conde sonrió de buen humor.

-Digamos que él me honra a mí con la suya.

-¡Bendita sea la providencia que ha hecho que nos encontrásemos! –exclamó Liesel llena de alegría, y el conde, desconcertado por lo espontáneo de la manifestación, sólo atinó a decir después de una breve pausa:

-¿Sois pariente de monsieur Dorigny?

-¡Oh, no! –repuso ella con la mayor sinceridad-, es amigo nuestro y he venido a visitarle.

-¿Nuestro? –repitió perplejo el conde.

Liesel enmudeció. ¿Era aconsejable mencionar a Wilhelm? Aunque en otro estado, las gentes metidas en la corte no debían ignorar quién era aquel poeta ahora retenido en espera de juicio en la fortaleza de Wolkenbruch, pero... Repentinamente envalentonada con la certeza de que las promesas de su amante se convertirían en realidad y de que además, con ello le estaba ayudando, Liesel mintió con el mayor aplomo del mundo:

-Disculpad, caballero, mi descortesía pues no os he dicho aún mi nombre, soy Frau von Reisenbach.

 

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