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El conde sufrió la decepción más grande de su vida, ¿aquella beldad estaba casada, y dónde hallábase el imbécil del marido que dejaba marchar por el mundo sola a semejante hermosura? Mas de súbito el apellido le fue familiar.

-¿Von Reisenbach?, ¿cómo el poeta?

Liesel sonrió embelesada en la contemplación de una imagen que sólo ella podía ver.

-“Es” el poeta.

El conde tragó con dificultad. Wilhelm von Reisenbach tenía fama de ser un excelente poeta y un gran dramaturgo, pero también de rebelde con ideas demasiado liberales y últimamente había corrido el rumor de que se hallaba en prisión dentro de la fortaleza de Wolkenbruch por causa de esas mismas ideas, pero también se hablaba de que el rey de Suecia le distinguía con su amistad, lo que era muy importante para un artista y también constituía un serio problema para sus detractores.

-Frau von Reisenbach –balbuceó el conde-, ¿me concederíais el honor de aceptar la hospitalidad de mi humilde morada, en tanto llega el momento de que monsieur Dorigny pueda presentaros sus respetos?

La sonrisa que le dedicó Liesel hubiera hecho concebir locas esperanzas a Klaus Andreas von Stadthof, si la joven dama no hubiera estado casada, o si él hubiese continuado en la ignorancia, es decir, minutos antes de la revelación, pero el conde se dijo, melancólico, que ya era demasiado tarde para ilusionarse vanamente; sabía de la fama de irresistible seductor del poeta y de su atractivo, y contra eso no podía luchar.

-Os agradezco tan amable invitación señor conde, pero no quisiera alterar con mi presencia vuestra vida familiar...–empezó a decir la muchacha mientras penetraban en el amplio vestíbulo de la mansión.

-En absoluto –repuso el conde obsequioso-, nada alteráis, mis hijos son pequeños y se hallan en el campo con su madre, de lo contrario sería para la condesa un placer el conoceros, aunque supongo que esto podrá arreglarse dentro de un tiempo.

-Eso espero yo también –contestó Liesel con la mayor dulzura.

El conde de Stadthof se portó como un anfitrión modélico agasajando a su inesperada huésped. Hombre de pocas luces y muy pagado por el oropel, procediese éste de los blasones hereditarios o bien de los del intelecto, el caso es que la esposa de un poeta tan distinguido, aunque estuviera en recluido Wolkenbruch, era, por ella misma, una prenda de inestimable valor de cuya amistad podría vanagloriarse cuando la ocasión lo permitiera, por lo menos en Turingia y concretamente en Weimar, cuyo príncipe nada tenía que ver, en cuestión de prejuicios, con los del soberano del vecino estado, mucho más intransigente y severo. Además estaba de por medio el rey de Suecia, y ello era digno de tenerse en cuenta y no ser olvidado.

Así, Liesel se encontró magníficamente alojada en las habitaciones de los invitados e incluso dispuso del raro placer de encontrar a su disposición una sala de baño que en aquella época representaba un verdadero lujo hasta para las clases acomodadas. Por tanto, cuando bajó a comer con el amable conde, se encontraba muy descansada de pasadas fatigas y la tranquilidad que la invadía, comunicábale una serenidad y un porte que concluyeron por conquistar a Klaus Andreas, acostumbrado a una mujer nada bella y eternamente irritable.

La comida fue un éxito debido a lo ameno de la conversación que en todo momento denotó la cultura y los buenos modales de la joven dama, aunque lo único que hizo Liesel fue dejarle hablar sin interrumpirle -eso sí, intercalando algún comentario pertinente-, algo a lo que el conde no estaba muy acostumbrado en el seno de su hogar, y por ello Frau von Reisenbach subió aún más alto en su estimación.

Después de comer, él le dijo que escribiría inmediatamente una misiva para que le fuese entregada a monsieur Philippe-Lucien Dorigny, a lo que ella añadió, con encantadora timidez, que si el señor conde no ponía objeción, le gustaría adjuntar por su parte, en otra carta, unas líneas para el escultor.

“¡Pardiez, se dijo von Stadthof, la dama sabe escribir, cómo se advierte que procede de un ambiente bohemio!”, y, maravillado otra vez más, le cedió su propio escritorio.

Una hora y media después, ambas epístolas llegaban a manos de monsieur Dorigny.

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