A
la siguiente noche, el poeta marchó
a las habitaciones del comandante
de la fortaleza para cenar con él,
no sin antes haberle testimoniado
a Liesel su pesar porque en aquellas
circunstancias, no pudiese acompañarle,
pero ella le despidió con un beso
y le dijo que no se preocupara, que
estaba bien así, y cuando Wilhelm
hubo partido la muchacha echóse en
la cama, reflexionando, hasta que
el sueño la sorprendió quedándose
dormida.
La
velada fue muy agradable para von
Reisenbach, aunque no sacó nada en
claro respecto a quien pudo denunciarle;
el comandante le dijo, con toda sinceridad,
que lo ignoraba pero que si lo hubiera
sabido, tampoco se lo habría dicho.
-...
pues no se trata ya de un nombre,
amigo mío, sino de una situación,
se os acusa de subversivo para las
tradiciones monárquicas; al parecer,
las atacáis como un ariete y vistos
los tiempos que corren en la vecina
Francia, en plena digestión de las
ideas de Rousseau y Voltaire, eso
es peligroso... Vuestra Oda al
hombre libre, ya fue un desatino
hace años, y ahora, según parece,
repetís. ¿Cómo se os pudo ocurrir,
caballero, volver a tropezar con la
misma piedra, máxime alternando con
reyes y personajes de la alta nobleza?
Wilhelm
le miró con una acentuada expresión
de extrañeza.
-Pero,
señor, ¿qué de malo puede tener mi
obra de teatro si lo que pongo al
descubierto no es intrínsecamente
un sistema, al que respeto, sino a
los hombres, al ser humano con sus
vicios y su corrupción, a esos quienes
por nacimiento se hallan encumbrados
sin haber hecho el menor esfuerzo
por merecer el poder que detectan?...
¡No censuro a un buen gobernante;
es al reverso de esa medalla a quien
critico y a la que pongo de mal ejemplo!...
¡Tan subversiva no puede ser cuando
el mismo duque de Alt-burg la considera
propia de su mecenazgo!
El
comandante von Engelhardt le escrutó
preocupado por encima de la copa que
se disponía llevar a sus labios.
-Respondedme
honestamente, ¿sois un revolucionario?
-Si
por revolucionario se entiende el
deseo de que el ser humano viva mejor
y que todos regresemos de nuevo a
la feliz y despreocupada Arcadia de
tiempos pretéritos en donde los hombres
eran hermanos y no existían las palabras
tuyo y mío, entonces sí soy un revolucionario,
Herr comandante, pero, si lo que preguntáis
es si yo estaría dispuesto a manchar
mis manos con sangre azul para procurar
ese mundo ideal, entonces os diré
que no soy ningún revolucionario –y
se le quedó mirando con sus claros
ojos que sólo expresaban asombro y
honestidad.
El
comandante pareció meditar la respuesta
cuidadosamente.
-Von
Reisenbach, habláis del advenimiento
de una segunda Arcadia, pero ese reino
pertenece a la leyenda... Despertad,
amigo mío, despertad y, sobre todo
no hagáis juegos de palabras, tened
presente que cuando os lleven ante
los jueces para responder de los cargos
que se os imputan, tendréis que ser
claro y preciso en vuestras contestaciones
porque la ambigüedad retórica no va
a serviros de nada.
Wilhelm
prefirió callar por educación y la
cena derivó entonces por cauces menos
comprometidos.
Von
Engelhardt habló de poesía, resultando
que le gustaba escribir versos también
y desde ese momento en adelante, la
charla dejó de ser peligrosa.
Poesía,
libros, autores propios y extranjeros;
el comandante demostró que era un
hombre culto y hasta cierto punto
erudito, aparte de estar dotado de
un gran corazón en el que influyera,
sin lugar a dudas, el hecho de que
Wilhelm von Reisenbach se hallaba
entre sus escritores favoritos.
Se
despidieron con la intención de repetir
aquella velada tan agradable, y el
comandante le prometió que al día
siguiente le enviaría unos libros
y asimismo algunos de sus poemas para
que los leyera “pues estimaba en mucho
su opinión.”
Pero
al despedirse, le preguntó si contaba
con amigos influyentes que pudiesen
serle de ayuda.
-Obviamente,
su señoría, Emil Konrad de Alt-burg
–repuso el poeta con cierta sorpresa.
-¿Y
alguien más?
-Él
es mi protector, si me condenan a
mí tendrían que condenarle a él, cosa
que es impensable.
-Deduzco,
por vuestras palabras, que estáis
convencido de que si al duque no lo
condenan a vos tampoco.
-Por
lógica así tendría que ser.
-Por
lógica –repitió el comandante-, en
efecto, por lógica.
En
cuanto se quedó solo, el militar fue
a sentarse a su escritorio y se puso
a redactar una carta, que, si omitimos
el prolijo encabezamiento, decía así
en su fragmento más significativo:
“...
no me parece, alteza, que el prisionero
sea peligroso, e incluso que ni tan
siquiera se haya dado cuenta de que
esa obra teatral pueda representar
amenaza alguna para la institución
monárquica. Creo, sinceramente, que
se trata de un soñador propiciándose
el mismo como víctima de sus ideas,
pero no a vos ni al estado... ”
Liesel
se despertó al primer beso de su amado
y enseguida despejóse, impaciente
por saber cómo había ido la cena y
él se lo contó todo, incluso detalles
personales que el comandante le mencionara
en el transcurso de la conversación;
era viudo y con hijos mayores ya casados,
que le habían dado varios nietos.
-¿Creéis
que intercederá por vos?
-No
lo sé, Liesel, pero todo es posible,
confiemos en la Providencia.
A
esto siguieron cuatro jornadas cuya
monotonía sólo se vio rota cuando
le entregaron a Wilhelm los libros
prometidos y los poemas del militar
pulcramente mandados encuadernar por
él mismo; fuera de aquello nada sucedió
que fuese relevante, si exceptuamos
que el poeta se estaba poniendo nervioso
porque le habían prohibido escribir.
-¡Se
me ocurren versos y no puedo plasmarlos
sobre el papel, ah, Liesel, es terrible,
voy a olvidarlos siendo tan inspirados!
Ella
cogió sus manos y le dijo:
-Recitádmelos
a mí y yo los guardaré en mi memoria
para vos, así seremos dos a recordarlos,
y cuando salgamos de aquí, los recuperareis.
-¡Oh
Liesel, Liesel! –exclamó él arrebatado
de alegría.
Pero
esto le hizo pensar a Liesel en la
obra de teatro y su indudable destrucción
y se lo comentó al poeta alarmada,
mas él la tranquilizó.
-Nada
temas, aunque una copia se la quedó
Emil Konrad, aquella que le llevamos
la noche de la fiesta para su lectura,
la otra, la que yo estaba escribiendo
y tú corregías, tuve la precaución
de esconderlas en un compartimiento
secreto del escritorio de la biblioteca
y no existe riesgo de que nadie lo
descubra porque ese escondrijo sólo
era conocido por la esposa del duque
y me lo confió a mí.
Liesel
hallábase demasiado preocupada para
reparar en la complicidad que entre
el poeta y la dama delataba aquella
revelación, y como era una persona
práctica, quiso saber:
-¿De
qué forma puede accederse al compartimiento?
-En
la parte superior, al lado izquierdo,
el tercero de los tres cajones, si
se extrae, ofrece un fondo falso,
se empuja éste abriéndose entonces
un espacio de gran cabida pero apaisado
como una carpeta, en el que introduje
la obra teatral. Allí no puede encontrarla
nadie más que yo –sonrió-, o tú ahora,
por supuesto. Lo hice en previsión
de que la destruyeran, ya que el duque
habráse visto obligado a entregar
la copia al tribunal que se ocupa
del caso.
Liesel
se quedó muy pensativa.