Pese
a hallarse en la fortaleza de Wolkenbruch,
aquellos primeros días no fueron del
todo malos para el poeta, porque contaba
con la simpatía más o menos declarada
del comandante, tenía una cierta libertad
de movimientos, y, lo que es mejor,
esperanzas de que el problema se resolviera
felizmente, ya que su fe en el duque
de Alt-burg era inconmovible, eso,
y la poderosa sombra del rey de Suecia
que le había distinguido con su favor.
Pero,
inesperadamente, sucedió algo que
no estaba previsto, o que, por lo
menos, debiera de haberlo estado:
Liesel no era Otto y aunque podía
pasar por un muchachito imberbe, sus
andares y sus gestos eran inequívocamente
femeninos, lo suficiente para que
la tropa acabara reparando en ello
y comenzara a hacer comentarios maliciosos
respecto a los gustos de Wilhelm von
Reisenbach. No es que se escandalizasen
demasiado, porque muchos no eran ajenos
a tales complacencias, ni tampoco
las aficiones de monarcas gloriosos
constituían ningún secreto para el
pueblo, pero el hecho de que un prisionero
se llevase a su desahogo sexual, disfrutando
de él con la mayor impunidad tras
los muros de la fortaleza, no es que
clamase al cielo, simplemente parecía
una desvergonzada burla.
Entonces,
y a espaldas de su comandante, entre
varios oficiales se urdió un plan
bastante sórdido y que consistía en
sorprender a amo y criado en el lecho,
ya que así, pillados in in fraganti,
la verdad no podría ocultarse por
más tiempo.
Dicho
y realizado. No habían transcurrido
aún diez días de su estancia allí,
cuando una noche, varios oficiales
irrumpieron con violencia en los aposentos
del poeta, provistos de lámparas que
lo iluminaban todo.
La
pareja, que dormía tranquilamente,
se despertó asustada, y como ambos
estaban desnudos, lo primero que vieron
los militares fue a von Reisenbach
tal como vino a este mundo y al imberbe
jovenzuelo medio cubierto por las
ropas de la cama, una pierna y los
hombros y brazos a la vista de todos.
El
oficial de mayor graduación exclamó
sarcástico:
-¡Señor,
vuestra desvergüenza no conoce limites;
cuando se está en prisión las diversiones
no tienen cabida entre sus muros!
Otro
oficial se acercó a Liesel, que intentaba
medrosamente cubrirse el cuerpo, y
agarrándola de un brazo tiró de ella
para sacarla del lecho.
-¿Cómo
os atrevéis? –rugió Wilhelm furioso.
-¿Cómo
os habéis atrevido vos a traer a este
joven aquí para realizar con él vuestras
execrables prácticas de sodomía, repugnante
depravado? –replicó el que primero
había hablado.
Los
sorprendidos amantes palidecieron
al oír aquello, y en ese preciso momento
hizo su entrada allí el comandante
von Engelhardt a quien se le acababa
de advertir de lo que estaba sucediendo.
Huelga
decir que el digno militar no dio
crédito a sus ojos en cuanto contempló
la equívoca escena: uno de sus poetas
favoritos acostado, en flagrante evidencia,
con su criado.
-¿Qué
significa todo esto? –preguntó innecesariamente
tal vez animado por el secreto deseo
de que “aquello”, no fuera más que
el producto de un mal sueño.
Se
adelantó el oficial de más alta graduación,
autor del plan.
-Mi
comandante, significa que nuestro
huésped practica el vicio nefando
y ha tenido el cinismo de traer a
su amante consigo, para que le alegre
las noches.
El
comandante tragó con dificultad.
-¿Qué
podéis responder a eso von Reisenbach?
En
aquel preciso momento, el militar
que forcejeaba con Liesel, consiguió
arrebatarle el cobertor y la muchacha
quedó indefensa y totalmente desnuda
frente a todos aquellos hombres, aunque
por poco tiempo, ya que Wilhelm la
ocultó bajo su propio cuerpo.
-¿Qué
es lo que sucede aquí? –preguntó con
voz desmayada el comandante por completo
aturdido, mientras el resto de la
tropa se miraban los unos a los otros
estupefactos.
Uno
de los oficiales fue el primero en
reaccionar.
-Señor,
es evidente, el prisionero se vino
con su ramera.
Al
escuchar semejante insulto, Liesel
creyó que iba a perder el sentido
y cerró los ojos, entonces se oyó
la voz de Wilhelm lo suficientemente
alta y clara como para que nadie pudiese
dejar de escucharla:
-¡Esta
joven es mi esposa y exijo que se
abandone inmediatamente nuestro dormitorio!
El
instante encerraba una gran confusión,
que de no ser tan dramática hubiera
resultado hasta cómica, los oficiales
miraron hacia su comandante en demanda
de ayuda, y éste aún tuvo la presencia
de ánimo suficiente para indicarles,
con un gesto imperioso, que salieran
del aposento. Al quedar solos los
tres, el militar dijo, profundamente
turbado y sin saber hacia donde mirar:
-Deploro
lo que ha sucedido y os ofrezco mis
excusas, señora... En cuanto a vos,
caballero, vestios inmediatamente
presentándoos en mi despacho; es imprescindible
que hablemos sobre este desagradable
incidente; las cosas no pueden quedar
así.
En
su nerviosismo, saludó con un taconazo
castrense abandonando la habitación
a toda prisa.
De
nuevo a oscuras, pues al marchar,
todos se llevaron las luces; en las
tinieblas, Liesel murmuró con voz
sepulcral:
-Es
el fin; nos separarán.
-Eres
mi esposa, no pueden hacerlo.
-Lo
harán de todas formas ... y no soy
vuestra esposa.
-¡Silencio!...
¡Si no por la ley de los hombres,
lo eres a los ojos de Dios para mí,
y lo serás de hecho frente al mundo
en cuanto se acabe esta ignominia
que estamos viviendo!
Ella
habló, pero sin contestar a las palabras
de Wilhelm.
-Vestios,
señor, e id a escuchar lo que el comandante
haya de deciros.
Él
se vistió a tientas, mas prestamente,
y antes de salir de la habitación
la abrazó y besó, diciéndole con urgencia
en el oído:
-Si
te preguntasen que dónde y cuándo
nos casamos, di que fue en el pueblo
de Grünstein, hace seis meses, yo
estaba allí entonces y coincidió mi
estancia con que la iglesia del lugar
sufrió un incendio muriendo el párroco
poco después, inesperadamente, de
una apoplejía, por lo demás recuerda
que eres hija de un amigo mío también
ya fallecido.
Saltó
del lecho y se dirigía hacia la puerta,
cuando la voz de ella resonó quedamente
a sus espaldas:
-Señor...
-¿Qué?
-Me
llamo Elisabeth Louise Mader, señor.
Wilhelm
se detuvo en seco; era la primera
vez que escuchaba el nombre completo
de Liesel, con su apellido.