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-Buenos días, señor, ¿deseáis desayunar en el comedor o preferís que os sirvan en vuestro aposento?

A Wilhelm le extrañó semejante pregunta; la hospedería era humilde, sin ningún tipo de pretensiones, ¿entonces, qué más les daba a los dueños que él bajase a desayunar o no?; esta clase de preguntas no se les hacía, en lugares como aquel, a los viajeros de paso. 

-Lo haré en el comedor.

La criadita, sin decir nada, mostró una indefinible expresión de desagrado en sus facciones.

-No es buena hora, señor, todo está lleno de gentes rudas, arrieros, campesinos...

Él sonrió divertido ante lo que consideraba una muestra de clasismo en aquella criatura.

-¿Acaso soy una damisela melindrosa para que ello me conturbe?

La muchacha enrojeció.

-Perdonadme, señor, perdonadme... No soy quien para aconsejaros.

Él la observaba con detenimiento, no sabía por qué y, sin embargo, aquella chica le resultaba familiar aunque estaba certísimo de que, jamás, la había visto en su vida.

-¿Cómo te llamas?

Ella tuvo un ligero estremecimiento.

-Liesel, señor.

-Liesel... Bonito nombre que suena a canto de pájaros...

La muchacha le sostuvo la mirada sin mojigaterías.

-Eso mismo dijisteis la primera vez que nos encontramos.

Él se quedó perplejo.

-¿Cómo?... ¿Cuándo nos hemos conocido?; no te recuerdo.

-Ni tenéis por qué, señor, yo era una niña de trece años al servicio de la princesa Charlotte Theresa de Landeinwärts...

Wilhelm la interrumpió con un gesto y, acercándose a ella, la cogió por los hombros y la llevó junto a la ventana -para que la luz del día la iluminase totalmente-, entrecerrando los ojos igual que quien contempla un paisaje desde lontananza. Y entonces Liesel surgió del recuerdo como una figura que atraviesa la niebla para hacerse presente. La desvalida muchachita morena apareció en su memoria creciendo y transformándose a medida que la observaba con fijeza.

-Liesel... –murmuró- Has crecido.

-La semana que viene voy a cumplir los 16 –dijo ella con la satisfacción que muestran las personas muy jóvenes cuando mencionan sus pocos años.

Wilhelm la soltó con cierta brusquedad; el que fuese sirvienta no le autorizaba a tratarla con unas confianzas que no hubiese empleado con ninguna señorita de buena familia.

-Has cambiado... Después de todo es natural, así no podía reconocerte, pero tú sí que lo has hecho.

-Vos seguís igual, señor.

-Tienes razón, tienes razón –se quedó sin saber que más agregar; por primera vez en su existencia y delante de una criada, no se le ocurrían las palabras ya que una frase ingeniosa estaba totalmente descartada y una de circunstancias se le antojaba demasiado pobre.

-¿Os traigo el desayuno al aposento?

-Sí, sí, puedes hacerlo.

Cuando ella hubo salido, Wilhelm se preguntó que por qué había renunciado a bajar al comedor de la posada habiendo sido esto lo más adecuado, pero no halló una respuesta lógica que darse, como le sucedía siempre que una mujer se atravesaba en su camino. Inteligente o perspicaz para todo lo demás, se estrellaba de continuo ante el elemento femenino al que no acababa de comprender enteramente y el fallo venía de muy antiguo; había sido un hermoso niño, y un adolescente hermoso con esa belleza romántica que suele enamorar al sexo débil sin distinción de edades ni clases sociales, y si las mujeres representaban para él un misterio en cuanto a carácter y modo de obrar, ello se debía sin duda alguna a que desde un principio se le arrojaron materialmente en los brazos sin que él tuviera que invitarlas. Wilhelm von Reisenbach jamás ejerció el juego de la seducción con mujer alguna, porque no lo necesitaba; le bastaba con aparecer en un salón, cruzarse en las avenidas de un parque o asistir a un baile, para que sus admiradoras se multiplicaran, lo que concretábase luego con invitaciones a más bailes, salones o paseos ecuestres, no parando ahí la cosa como puede deducirse; en los bailes se lo llevaban al jardín, en los salones le solicitaban poemas dedicados que concluirían por convertirse en pretextos de citas apasionadas y en los inocentes paseos por el parque, casi siempre un oportuno cansancio terminaba sobre el césped haciéndole la dama conmovedoras y muy íntimas confidencias acerca de su soledad junto a un marido insensible. El resto era sencillo, siendo ellas siempre las que tomaban la iniciativa.

Tal vez el hecho de que von Reisenbach nunca se hubiese enamorado tenía mucho que ver en todo este asunto. Cantaba al amor en sus poemas, y sus versos a las amadas no eran más que idealizaciones quiméricas sobre una base tangible: el amor lo constituían besos y abrazos, cuerpos que se entregaban sin condiciones, y nada más. Por esta razón a Wilhelm se le escapaban muchas sutilezas tanto femeninas como propias, un ejemplo se daba en su fugaz relación con la princesa Charlotte Theresa, quien insinuándosele de una manera muy diplomática en el salón chino, no consiguió otra cosa sino que él admirase sin reservas cierta preciosa cajita de laca obsequio de su marido, por ello, lo que vino mucho después, el odio que pareció cobrarle de pronto la princesa, resultaba para el joven poeta de lo más incomprensible, ignorando que si ella hubiese tomado la iniciativa en el galanteo las cosas habrían podido ser muy diferentes.

Al cumplir los 12 años, su abuela materna profetizó a la madre de Wilhelm, que aquel sería “un hombre mimado por las mujeres”, lo que podría convertirse en un serio problema para él, pues, agregó la anciana, “que la fruta nos caiga siempre en la mano, convierte al brazo en perezoso”.

Y en cierto modo esto ya había venido a suceder cuando Wilhelm tuvo su primera experiencia, totalmente inesperada como es de imaginarse, en casa del militar amigo de la familia, quien se lo llevara unos días a su quinta de recreo para ver si, con una loa apasionada acerca de que la carrera militar era lo más adecuado para el hijo de Johann Ludwig Ernst von Reisenbach, le convencía sobre las ventajas de la vida castrense en un momento de elección crucial de su futuro, ya que urgía el que tuviese una profesión para ganarse honradamente el sustento.

 

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