El
muchacho tenía entonces 15 años
y para él las mujeres eran flores
en el prado o imágenes en los cuadros,
y, eso sí, mucha literatura, pero
a la segunda noche de su estancia
en la mansión, inmensa, por otra
parte, estaba desnudándose para
acostarse cuando llamaron discretamente
a su puerta. Wilhelm se endosó presto
una bata y procedió a abrir descubriendo
entonces ante sí a una de las criaditas
del servicio, moza garrida de unos
18 años que llevaba una vela en
la mano. Sorprendido, iba a preguntarle
que es lo que sucedía cuando ella,
rápidamente, se puso el dedo en
los labios imponiéndole silencio,
acto seguido entró en el dormitorio
y cerró la puerta tras de sí. Después
los acontecimientos se desarrollaron
de manera vertiginosa. La criada
apagó la palmatoria que dejó sobre
un escritorio, la habitación estaba
iluminada, y le abrazó besándole
en la boca. La asaltante era joven,
lo que significa que alguna gracia
tendría, de carnes bien puestas
y le sobraba experiencia en lances
semejantes, todo lo cual sugiere
que la iniciación de Wilhelm no
podía estar en mejores manos y ciertamente
que lo estuvo; ella recorrió sus
miembros acariciándole como si fuese
ciega, reconociéndolo, palpándolo
apreciativamente, maravillada de
encontrar tanta belleza en un cuerpo
tan joven y que aún prometía mucho
más en cuanto se desarrollara, finalmente
las caricias se hicieron más osadas
y con la boca se apresuró a ejemplarizar
sus experiencias que sumieron en
un verdadero éxtasis de placer al
muchacho.
Durante
las dos semanas que el jovencito
permaneció en aquella casa fue visitado
cada noche sin faltar una y cuando
marchó, lo hizo sabiendo que nunca
sería militar y perfectamente aleccionado
respecto a otros combates mucho
más agradables e incruentos.
¡Admirables fámulas que ejercéis tarea de preceptoras para con la ignorante
juventud!
Liesel
regresó al cabo de diez minutos
con un copioso desayuno que ya debía
estar preparado con anterioridad,
pero en esta ocasión la acompañaba
un mozo que era el encargado de
transportarlo.
En
pocos instantes, entre los dos despejaron
la mesa, colocando todas las vituallas
y la muchacha despidió enseguida
a su acompañante, quedándose de
nuevo a solas con un desconcertado
Wilhelm.
-Si
no os complace lo que aquí hay,
decídmelo y seréis servido a vuestro
gusto.
Él
lanzó una mirada sobre la comida
dudando de que pudiera comerse todo
aquello que más parecía un banquete
que un simple desayuno.
-Me
complace, pero no podré acabar con
todo Liesel; mi estómago no posee
tal capacidad –repuso sonriendo.
-¡Oh,
disponed a vuestro antojo, podéis
probar un bocado de cada plato!
Wilhelm
se sentó a la mesa y ella empezó
a servirle con eficiencia y gracia
mientras hablaba con desenvoltura
de cosas intrascendentes relacionadas
con el desayuno, hasta que él la
interrumpió con una pregunta:
-¿Desde
cuando trabajas en esta posada?
-Hace
mucho tiempo, señor.
-Mucho
no será, no tienes tú edad para
hablar, como un anciano, del paso
del tiempo.
-Un
año.
-¡Un
año!... ¡La eternidad!
-No
os burléis.
-No
me burlo, que bien puede ser la
eternidad para una niña como tú...
Eres muy trabajadora y dispuesta
y la princesa Charlotte Theresa
echará en falta a tan buena sirviente.
Liesel
detuvo lo que estaba haciendo y
le contempló muy seria.
-No
se hubiera enterado ni siquiera
de mi existencia, de no ser por
vos.
-Eso
entonces, pero luego...
-No
hubo luego.
-¿Qué
quieres decir? –Wilhelm, sorprendido,
se secó los labios con la servilleta.
-No
hubo luego porque aquel mismo día
me despidió.
-¿Qué
te despidió? –exclamó él estupefacto.
-Sí...
Debí hacer algo mal porque me echaron.
Nunca supe a que fue debido.
Él
quedó silencioso unos instantes
bajo la mirada de la muchacha.
¡Charlotte
Theresa había dado orden de que
la despidieran!, ¿por qué?, se trataba
de una niña de pocos años escuálida
y macilenta, la dejó sin trabajo
y sin oportunidad de llevar una
vida mejor, ¿por qué, qué clase
de delito había cometido aquella
infeliz chiquilla?
-¿Llevabas
mucho tiempo en el palacio?
-Era
mi primer día.
Wilhelm
se removió inquieto en su asiento.
La nula percepción que tenía en
asuntos de índole femenina le impedía
atar cabos, ya que para él no resultaba
comprensible que una dama hubiese
sentido celos de la consideración
con que su huésped había tratado
a una vulgar pinche de cocina, o
como se denominara el servicio que
efectuaba la niña, quien, además,
había tenido el atrevimiento de
decirle con llaneza propia de igual
a igual: “muchas gracias, señor,
nunca olvidaré vuestra bondad”;
¿era ella acaso alguien para pronunciar
semejantes palabras? ¡Influencias
francesas que alcanzaban hasta las
vecinas tierras prusianas en un
acercamiento de los que nada bueno
presagiaban!; todo esto que había
pensado la princesa, Wilhelm era
incapaz de captarlo.
-No
debió hacerlo.
Liesel
se encogió de hombros.
-Está
lejos.
-Te
quedaste sin trabajo.
-Sí.
Él
quiso saber más y ella, en pocas
palabras, se lo contó todo.
No
le gustaba recordar su regreso a
casa sin que ni siquiera le hubiesen
pagado el salario de un día, la
desolación de su madre y también
su injusta cólera, la paliza que
le dio y como al cabo de una semana
vino una mujer de aspecto enjuto
y mal encarado que agarró a Liesel
de un brazo, montándola en un carro
y llevándosela a una granja en donde
la niña tuvo que trabajar en los
más rudos menesteres, cosa que no
le venía de nuevo, para ganar su
comida. Si hubo alguna vez una remuneración
por tales labores ella lo ignoraba,
pues no volvió a ver a su madre
ni nadie le dijo si ésta se beneficiaba
de su explotación en la granja.
Seis
meses después Liesel cambió de oficio
al enterarse por un viajero de paso,
que en el pueblo de N podría encontrar
fácilmente trabajo de criada, con
sólo visitar al pastor Hofbauer
y solicitar su ayuda, ya que se
trataba de un hombre muy bondadoso
que se desvivía por hacer el bien
a su prójimo.
El
hecho de que Liesel fuera católica
no le impidió considerar que aquella
era la solución providencial que
necesitaba, ya que la muchachita
tenía un concepto muy sencillo de
la religión: Dios era Uno, Jesucristo
su Hijo y la Virgen María la madre
de Jesús, todo lo demás le sobraba,
pues las discusiones teológicas
no se habían hecho para ella y cuando
creció siguió sin comprenderlas.
Liesel
escapóse un día de la granja, pasada
la media noche; animosa como era
y por otra parte, harta de la explotación
a la que estaba siendo sometida,
unido a que nadie iba a llorarle
la ausencia, no dudó ni un instante
a la hora de tomar su decisión y
con la temeridad propia de los pocos
años, empezó a caminar por un sendero
solitario y oscuro sin miedo ni
a las alimañas ni a los malhechores,
bien es verdad que durante un buen
trecho la acompañó uno de los perros
de la granja hasta que, al salirse
de los límites de la propiedad,
el fiel animal, meneando la cola,
se quedó plantado en una muda despedida,
viéndola alejarse.
Liesel
anduvo hasta que, un oportuno carro
surgido en el camino, la dejó a
las puertas de la iglesia del lugar
al que se dirigía, pudiendo entrar
en contacto con el pastor, cuya
esposa se avino a tenerla de criada
en tanto le buscaban una buena casa
en donde pudiera quedarse. Más tarde,
cuando ella ya había cumplido los
14, se enteraron de que en la posada
necesitaban servicio y Liesel aceptó
gustosa el nuevo trabajo que le
permitía tener mayor libertad de
movimientos.
Y
eso había sido todo.
Wilhelm
la contempló con tristeza.
-Un
destino injusto –fue su comentario.