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Mis libros en papel...

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Siguieron unos días idílicos en opinión del poeta; él continuaba escribiendo la obra de teatro, Liesel copiaba sin descanso y cada mañana el duque les mandaba un delicado presente que aumentaba hacia él la consideración de Wilhelm, sumamente halagado frente a tantas atenciones; unas veces era una artística cesta de frutas, otras, unas botellas de vino selecto, otras un cofrecillo de porcelana lleno de bombones, otras unos pasteles deliciosos, otras simplemente flores de sus jardines dispuestas en ramos de gran belleza, ¿se podía esperar menos de tan dadivoso mecenas?

La única que no parecía contenta delante de aquellas muestras de amistad, era Liesel, cuyo ceño se fruncía a cada nuevo presente, y que, cosa inverosímil, no probó ni un solo bombón del pequeño cofre, respondiendo con cierta brusquedad cuando Wilhelm le preguntó la causa, que el sabor del chocolate le daba ganas de vomitar, contestación que a él le desconcertó bastante.

-Bueno –repuso pasado el primer momento de asombro-, pues eso no se lo digas al duque ya que su señoría tiene por costumbre regalar bombones a las damas, es una de sus galanterías cortesanas.

Liesel, que estaba copiando, nada dijo, pero estremecióse, detalle en el cual su amante no reparó, aunque había otros en los que sí, como por ejemplo aquella inexplicable obstinación que le había entrado respecto a no bañarse más en la fuente con él y de cuya terca negativa no pudo sacarla, lo que le sumió en profundas reflexiones filosóficas: ¡eso conllevaba el trato constante con las mujeres!

Cierta mañana les llegó una invitación de Emil Konrad en la que, de su puño y letra, aseguraba que se sentiría muy honrado si aquella misma noche von Reisenbach y su pupila asistían a una sencilla fiesta que iba a dar en el castillo a un grupo selecto de amigos.

Wilhelm la leyó en voz alta y luego miró receloso a la muchacha; ¡a ver por dónde iba a salir en esta ocasión ya que la sola mención del castillo y su dueño, parecía enfermarla!

-Tenemos que ir, es un ruego.

-Es una orden, porque, ¿quién le va a hacer un desaire al duque?

-Yo no, desde luego –afirmó con decisión Wilhelm-, y espero de tu buen sentido, que tú tampoco.

Ella tuvo una salida inesperada.

-Mi buen sentido me aconseja que no vaya pues no soy más que una criada y no haría un papel airoso en esa reunión.

-¿Con qué se trataba de eso?

-¿El qué?

-Crees hallarte en inferioridad de condiciones y por ello estos días te muestras huraña y despegada, ¿no es verdad?

La muchacha, al oírle, vio una puerta abierta a sus tribulaciones secretas.

-Sí, de eso se trata, yo no pertenezco al mundo del duque... ni al vuestro siquiera, no soy más que una palurda, una distracción...  

Wilhelm se enfadó.

-¿A qué vienen semejantes necedades?... Tú eres una joven extraordinaria, inteligente, discreta, hermosa... La cuna en que uno haya nacido no debe condicionarle; un cortesano puede ser un mentecato y un campesino un filósofo aunque no sepa ni leer ni escribir... Aleja de ti, pues, esos negros pensamientos que ensombrecen tu juventud y acepta conmigo tan amable invitación.

Incomprensiblemente ella se le tiró al cuello en uno de aquellos apasionados arrebatos suyos, y que no se prodigaban mucho en los últimos tiempos, besándole en la boca, cosa que a él le satisfizo enormemente aunque no comprendiera la causa que lo motivase.

-Liesel, en ocasiones me sorprendes, bien está que me ames, pero no es ahora el momento de tales efusiones, el servicio anda por la casa y...

Ella se le abrazó con desesperación.

-¡No quiero perderos!

Wilhelm contempló estupefacto los oscuros rizos de aquella cabecita que se aplastaba contra su pecho.

-No vas a perderme.

-¡Tengo miedo de que os aparten de mi lado!

-¿Quién va a hacerlo?

Ella se tragó unas lágrimas que podían conducirla al peligroso terreno de la confidencia, y, alzando el rostro, mintió:

-Yo misma, soy tan torpe, tan llorona, temo aburriros, que os canséis de mí... y me alejéis de vuestro lado.

Él, contemplando aquellos inmensos ojos castaños que tanto le recordaban los de una cierva, sus labios entreabiertos, la delicada garganta, su agitado pecho, reparó apenas en el significado de las palabras de Liesel; sólo experimentó el deseo imperioso de volverse a fundir en ella una vez más, y, llevándola enlazada por el talle, procedió a cerrar con llave las dos puertas de la biblioteca.

Luego, mientras yacía entre los brazos de su amante, la muchacha pensó melancólica, que cuán diferentes eran los dos ya que para él la palabra amor no encerraba el mismo significado que para ella.

A primera hora de la tarde, llegó un inesperado presente del duque, envoltorio inmenso que contenía, junto con un chal que semejaba una nube vaporosa, el más espectacular vestido de fiesta que nunca hubiera visto Liesel; era de seda dorada y daba la impresión de hallarse tejido con los rayos del sol, lo adornaban finísimos encajes y el corpiño estaba bordado en hilo de oro, con el detalle añadido de diminutos brillantes engarzados. Wilhelm se quedó boquiabierto ante la magnificencia de la prenda y la joven desagradablemente sorprendida; no discutieron por el regalo sin embargo, habían decidido ir a la fiesta y Liesel se lo puso con la entereza y el fatalismo de la víctima que comienza a subir los escalones que la conducirán al ara del sacrificio.

Más tarde, al verla aparecer tan regiamente ataviada, el poeta ponderó amigable, en un intento de suavizar con aquellas palabras, no del todo acertadas, la perceptible tensión que flotaba en el ambiente:

-¡Cenicienta en su primer baile!-

Pero Liesel le miró hoscamente ya que para ella el duque no era la mejor encarnación del hada madrina.

Los días empezaban a acortar y el crepúsculo era ya sinónimo de noche y la llegada de la noche en este caso, el preludio de la fiesta. Wilhelm y la muchacha fueron puntuales, aunque en esa ocasión no hubo suntuosa carroza ducal que les llevara al castillo, sino que tuvieron que emplear el cabriolé, y aquella omisión, que debía de haberles alertado, no despertó en ambos ningún recelo.

En el patio del castillo permanecían varios carruajes, uno detrás de otro, vacíos ahora, pero que daban la impresión de no haberlo estado hasta hacía muy poco; todos los invitados habían llegado ya.

Liesel sintió que le temblaban las rodillas, mas sobreponiéndose, avanzó con la cabeza muy erguida y el rostro impenetrable, Wilhelm, en cambio, iba con el corazón alegre y su obra teatral bajo el brazo, ya que así se lo había pedido Emil Konrad al invitarle, en amable posdata.

 

 

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