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Los ujieres les introdujeron en un salón enorme, que desdecía el calificativo de fiesta sencilla anunciado. Al poeta no le cogió por sorpresa ya que era conocedor de las costumbres cortesanas, pero a Liesel la intimidó bastante y aquello era sólo el principio, por suerte, la iluminación, aunque multitudinaria, siempre creaba sombras en donde refugiarse.

La sala encontrábase llena de gente; por lo menos allí se daban cita una docena de personas en las que predominaba el elemento masculino pues únicamente había una mujer entre ellos, una dama de formas opulentas que hacía tiempo dejara atrás la juventud.

El duque de Alt-burg fue al encuentro de los recién llegados con las maneras, los ademanes y la sonrisa de un perfecto anfitrión.

-¡Mi querido von Reisenbach! –le tocó su turno a Liesel- ¡Ah, la encantadora señorita alegra nuestra vejez con su presencia!... ¡Bienvenidos los dos a este sombrío castillo! –y prácticamente arrebatándole la diestra, estampó en su dorso un pegajoso beso que hizo temblar a la joven, luego procedió a efectuar las presentaciones, con lo que a Liesel se le antojó secreto regocijo.

Todos pertenecían al mundillo teatral menos uno de ellos que fue anunciado como “el famoso escultor Philippe-Lucien Dorigny”. Wilhelm enrojeció de placer, ya que no ignoraba que aquellos representantes del arte de Talía habían sido convocados allí por él, Dorigny también le impresionó pero más por su nacionalidad francesa que por su bien ganado renombre; Philippe-Lucien Dorigny, como se le conocía profesionalmente, era parisino lo que significaba muchas cosas y la más importante de ellas era el ambiente cultural de una nación que desde siempre había marcado las pautas intelectuales del viejo continente. El poeta le contempló deslumbrado como si estuviese viendo a un embajador de las Musas; la Enciclopedia y muchos de sus ilustres colaboradores como Diderot, Montesquieu, Voltaire, D’Alembert, Buffon, d’Holbach, o La Mettrie, desfilaron en impresionante procesión ante los ojos de su mente, encabezándola, y uno de ellos, su amado Rousseau, tan incomprendido por Liesel, el filósofo que preconizaba vivir de acuerdo con la moral natural, resplandeció como una aureola que envolviese al escultor, y unida a ella por la sacrosanta gracia del arte, los “salones” de París con Madame Geoffrin y la Marquesa de Deffand, cultura y nada más que cultura, ingenio, refinamiento, ¡ah, las palabras reveladoras: laissez faire; laissez passer!

Liesel iba sonriendo, muy cohibida a cada nueva presentación, dándose entonces cuenta de que casi todos los demás invitados no eran alemanes; había un francés, Dorigny, hombre de unos treinta y cinco años, alto, delgado, serio, de rostro agradable aunque no hermoso, austeramente elegante, de manos fuertes y brazos musculosos, y luego el resto se dividía entre venecianos, napolitanos, romanos, un irlandés y dos rusos.

La dama de opulentas formas se llamaba Fiorella y era la esposa del director de la compañía, il signor Baldassare Créspolo, y, consecuentemente, su primera actriz.

Liesel, que nunca había ido a un teatro, ignoraba como eran los actores ni en un escenario ni fuera de él y empezó a sentirse aturdida ante sus aspavientos, su ampulosidad y su retórica que para la muchacha pertenecían a un terreno desconocido y que le hicieron sentirse recelosa porque no sabía si ese era su natural o es que se estaban burlando de ella al considerarla un ser insignificante.

Cuando la jovencita y su protector tomaron asiento al fin, juntos en un sofá de reducido tamaño que parecía estarles esperando, el duque procedió a desvelar innecesariamente la sorpresa de que allí estuvieran congregados los más representativos elementos de la compañía de Baldassare Créspolo, y al poeta le pareció escuchar música celestial cuando el bondadoso duque dijo que todos los allí reunidos querían escuchar una lectura de su obra. Wilhelm iba a responder abrumado ante tanta ventura, cuando, de improviso, alguien, hizo su devastadora irrupción en la estancia y digo bien devastadora porque aquella entrada tuvo el efecto de un vendaval pese a que tan sólo se trataba de un ser humano.

Liesel, atónita, pudo contemplar a una mujer de unos veintitrés o veinticuatro años más o menos, con una aparatosa peluca cuidadosamente empolvada, abundantes afeites en el rostro, lo que forzaba su irreal semejanza con el de una muñeca, senos generosos que casi escapaban por el atrevido escote, y talle inverosímil. Iba vestida con un lujo que trasgredía las normas del buen gusto y más semejaba a punto de representar una comedia que no de asistir a una fiesta, además aventajaba, por lo ruidosa y exagerada, a todos los allí reunidos.

Confusa, Liesel miró a Wilhelm en una vaga demanda de ayuda ante la incomprensible aparición, como si el poeta pudiera saber de quién se trataba... y Wilhelm lo sabía, ¡vaya si lo sabía!, pues sus labios murmuraron, mientras el rostro adoptaba una expresión de desamparo total:

-¡Rosina!

El duque intervino con una sonrisa difícil de ser interpretada:

-Si, amigo mío, vuestra heroína de La leyenda de Sigurd, aquí la tenéis, en persona...

Liesel miró a la una y al otro sin comprender, luego al duque y, bruscamente, la luz se hizo en su mente porque alguna vez había oído mencionar al poeta la obra escrita para el rey de Suecia, y, de pasada, a la actriz, Rosina Bertuchelli, o, mejor, La Bertuchelli.

Rosina se abalanzó sobre Wilhelm abrazándole con una efusión que hizo que todos sonrieran divertidos menos Liesel. 

-Mio caro, mio caro, mio caro! –gorjeaba la actriz sentada sobre él y medio ocultando bajo sus faldas voluminosas a la pequeña Liesel- Dove siete nascosto?... ¡Te fuiste de Estocolmo sin despedirte de mí, ingrato, y ahora te encuentro aquí, en el castillo del duque de Alt-burg!... ¿Qué has hecho tanto tiempo lejos de tu inconsolable Rosina, malvado?

Emil Konrad intervino con seráfica dulzura:

-Escribiendo una maravillosa obra teatral, querida mía, por eso estamos hoy aquí reunidos, para escuchar su lectura.

Sin abandonar las rodillas del poeta, la Bertuchelli, se encaró al duque hecha una furia:

-Mascalzone!... ¡Sabes muy bien que yo no pertenezco a la compañía de Baldassare!... ¿Cómo puedes hacerme semejante cochinada, ahora que me han contratado para actuar en la corte austriaca?... ¡Te voy a echar mal de ojo!

Al duque no parecieron intimidarle las amenazas de la diva, ya que le sonrió de buen humor tirándole un beso con la punta de los dedos, pero subrayó al hacerlo:

-Con el permiso de von Reisenbach.

Lo que hizo que Liesel palideciera y le entraran ganas de agarrar por la peluca a la actriz apartándola del poeta.

¿Qué significaba aquella mujer en la vida de Wilhelm y qué tenía, o había tenido, que ver con él para hacer gala de semejantes confianzas?

Cómo si leyera sus pensamientos, el duque dijo suavemente:

-Mi querida Rosina, no seas tan glotona; yo sé que el caballero Michaelis languidece en Baviera muerto de amor, y desde que von Reisenbach dejó Suecia, Michaelis no ha sido el único que ha consolado su ausencia en tus solitarias noches, amiga mía...

Rosina escupió en el suelo con desprecio, y Liesel se preguntó, asustada, que qué clase de mujer era aquella capaz de portarse tan groseramente ante un duque sin que éste se mostrase ofendido, pues, contra toda suposición, Emil Konrad parecía hallar muy graciosa la desconcertante escena. Lo que ignoraba Liesel, debido a sus pocos años, es que en el mundo existieran hombres como el duque que disfrutaban casi sexualmente encanallándose en contactos con gentes de muy diferente nivel social, cuando no de muy bajo estrato, con las cuales no tenían empacho de alternar si ello les proporcionaba diversión; eran sus bufones, sólo que los interesados nunca lo sabrían.

Rosina volvió a dedicar toda su atención al poeta.

-Dime, carissimo, ¿en dónde te has escondido durante estos meses en los que nadie sabía de ti?

De nuevo fue el anfitrión quien se tomó la molestia de responder:

-Antes de venir aquí lo ignoro, pero desde hace un tiempo Wilhelm von Reisenbach, nos honra con su presencia en Alt-burg, concretamente ocupa el pabellón del parque en donde escribe inspirado por las musas.

-¿En el pabellón, qué pabellón?... ¡Oh, Wilhelm, llévame a ese pabellón!

El poeta, que parecía haber perdido la facultad del habla, lanzó una mirada desesperada al duque, pero éste, limitándose a sonreír sardónicamente, no le ayudó.

 

 

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