Cuando
Wilhelm entró
al poco llevando
en la mano una
bolsa con el manuscrito
teatral, halló
a Liesel de pie
contemplando el
retrato de la
duquesa y a su
viudo también,
como si les hubiera
sorprendido en
el momento en
que Emil Konrad
le explicaba algo
relacionado con
la fallecida,
y, al volverse,
el poeta apreció
en su joven enamorada
una palidez no
habitual y el
rostro desencajado,
lo que le hizo
pensar repentinamente,
ya que su conciencia
solía traicionarle
a veces, que quizá
el duque de Alt-burg
le hubiera hecho
algún comentario
alusivo a la muerta
y al propio Wilhelm,
o lo hubiese dado
a entrever, lo
cual, por muy
librepensador
que Emil Konrad
fuera, no le hizo
ninguna gracia
a su huésped.
Pero,
¿qué podía haberle
dicho el duque
a Liesel, qué
podía saber él
en realidad y
por qué iba a
revelárselo a
la muchacha?,
verdaderamente
no tenía ningún
objeto, o, tal
vez le había contado,
sin malicia alguna,
lo bien que se
llevaban la duquesa
y Wilhelm, y Liesel
se había puesto
celosa, sí, debía
tratarse de algo
parecido, por
otra parte Emil
Konrad estaba
como siempre,
el rostro ligeramente
irónico y la llaneza
habitual. ¡Bah!,
no había motivos
para preocuparse.
-La
señorita admiraba
el retrato de
mi esposa, von
Reisenbach –comentó
el duque con gran
naturalidad-,
y yo le decía
que si vos dais
vuestro consentimiento,
sería para mí
un placer contratar
de nuevo los servicios
del artista, con
fin de que la
inmortalizasen.
Wilhelm
se sintió muy
halagado por la
deferencia, pero
como Liesel había
girado el rostro
no pudo verle
la expresión.
-Eso
no depende de
mí; ella es libre
de otorgar su
consentimiento.
Liesel
les daba la espalda
a los dos, obstinadamente
vuelta de cara
al retrato, mas
exclamó con rapidez:
-De
momento preferiría
esperar un poco.
Wilhelm
se molestó algo
al escucharla;
el duque les honraba
con aquel obsequio
y la jovencita
parecía rechazarlo.
Hizo una mueca
expresiva dirigida
al dueño de la
casa, como queriendo
decir: “niñerías”
y luego se encogió
de hombros.
La
lectura de la
obra fue un desastre
en opinión del
poeta; Liesel
daba la impresión
de tener la cabeza
en otra parte
y leía entrecortadamente,
tan mal en ocasiones,
que él hubiera
jurado que estaba
a punto de llorar,
cosa que le irritó
sobremanera porque
no existía causa
que lo justificara.
Desde
luego, no dejaba
de ser una chiquilla
con las tonterías
propias de la
edad. Empero Emil
Konrad estuvo
a la altura de
las circunstancias,
y aun la felicitó
lleno de exquisita
amabilidad, mencionando
su clara dicción
y el énfasis que
había comunicado
a determinados
parlamentos, por
ejemplo aquel
en el cual Sabine
rechaza al príncipe
con vibrantes
palabras.
-¡Magistral!
–comentó después
de haber besado
su mano con calor-,
ni una primera
actriz habría
sabido imprimir
a la réplica tanta
repugnancia y
desdén hacia un
pretendiente no
grato, pero, evidentemente,
la amenaza que
pende sobre los
seres queridos
de Sabine,
es pareja a la
espada de Damocles,
y si ella rehúsa...
pueden llover
mayores males.
Creo, mi querido
von Reisenbach,
que la señorita
Liesel podría
hacer carrera
en el teatro.
Entonces
fue Wilhelm el
que torció el
gesto pues la
sugerencia le
trajo la imagen
de Rosina; una
Rosina excesiva
en todas sus apetencias,
coqueta, sensual
y bastante promiscua,
no era el espejo
en el que su pequeña
Liesel debiera
verse reflejada.
-Sois
muy amable, señoría,
y os lo agradecemos.
Pero no imagino
que el dedicarse
a la escena sea
la vocación de
su vida.
El
duque tuvo una
indulgente sonrisa.
-Nunca
se sabe, amigo
mío, nunca se
sabe.
Sólo
Liesel permaneció
muda.
De
regreso en el
carruaje, Wilhelm
decidió no regañarla
porque comprendía
que la joven,
intimidada ante
el cortesano esplendor
del castillo y
la presencia del
duque, después
de todo no era
más que una humilde
muchacha de pueblo,
se hubiera portado
casi groseramente
ante la generosa
propuesta de Emil
Konrad, y, más
tarde, de forma
insegura a la
hora de las lecturas,
sí, era disculpable,
por otra parte,
deseaba hacer
el amor con ella
esa noche y no
estaba dispuesto
arruinar las perspectivas
con una necia
disputa.
-¿Cuántos
años tiene el
duque? –quiso
saber Liesel de
improviso, resonando
su vocecita algo
aguda.
El
caballero se sorprendió
bastante, pero
luego comprendió
que era la pregunta
adecuada en una
personita como
ella.
-No
lo sé exactamente,
supongo que pasa
de los 40, ¿por
qué te interesa
conocer semejante
dato?
-Él
me ha dicho que
podía ser mi abuelo.
-¿Que
te ha dicho qué?
La
única luz que
penetraba en el
carruaje era la
de la luna en
creciente, y,
por suerte para
la joven, tan
precaria, que
su rostro quedaba
sumido en la penumbra.
-Dijo
que yo podía ser
su nieta.
-¡Cuán
absurdo!; para
ello, hubiese
debido ser padre
casi impúber,
y a su vez el
hijo serlo como
mínimo a la misma
edad... Pero el
duque nunca ha
tenido descendencia.
-Sí,
me lo ha dicho,
su esposa murió
de posparto hace
cinco años, y
el niño al nacer.
Wilhelm
se tensó al escuchar
la mención de
la duquesa.
-¿Qué
más te dijo?
-Que
murió en primavera,
aunque no lo debéis
ignorar, frecuentando
la amistad de
los duques.
El
poeta se puso
a la defensiva.
-Les
frecuenté hace
años, tanto es
así que me enteré
mucho tiempo después,
yo estaba en el
extranjero de
viaje por aquellas
fechas, de la
muerte de la duquesa,
y la verdad es
que no supe exactamente
de qué falleció
pues oí decir
que fueron unas
fiebres, ignoraba
que se trataba
de las puerperales.
Ambos
se quedaron silenciosos
durante unos momentos,
cada uno abismado
en sus recuerdos,
que, en ambos
casos no resultaban
agradables. De
pronto, Wilhelm
reparó en un detalle.
-¿Murió
en primavera hace
cinco años?
-Al
parecer.
El
poeta agradeció
que la semioscuridad
del interior del
coche velara sus
facciones.
Nunca
supo del embarazo
de la duquesa,
pero si hacía
un rápido cálculo
y contaba el intervalo
de los nueve meses,
aquella criatura
tenía que haber
sido suya, porque,
según la ya sabida
revelación de
la dama, su marido
estaba incapacitado
para engendrar.
Él había permanecido
en el castillo
durante abril,
mayo, junio, julio
y agosto, en una
época en la que
el duque siempre
estaba en la corte
reclamado por
su cargo de consejero.
O sea, que no
pudo haber otro...
Su frente se nubló,
¿habría atado
cabos Emil Konrad?,
claro que ella
no fuera ejemplo
de fidelidad ni
de continencia;
igual el niño
que nació muerto
era hijo de un
palafrenero. Intentó
tranquilizarse;
si el duque no
dejaba de ser
un hombre liberal,
como aparentaba,
no tenía forzosamente
que sentirse humillado,
al menos por él,
que no había dejado
de ser uno más
en la lista, y,
puestos en ese
plan, ¿qué más
daba uno que otro
si el resultado
podía haber sido
siempre el mismo?
Surgió
del marasmo de
sus profundas
reflexiones.
-¿Por
qué dijo que podías
ser su nieta?
Liesel
parecía mirar
distraída por
la ventanilla,
y al volver el
rostro éste quedó
de nuevo en la
oscuridad.
-¡Oh!,
supongo que para
que le viese como
un abuelo en lugar
de un duque, muy
considerado de
su parte.
Wilhelm
respiró aliviado;
la niña, con la
inconsecuencia
propia de la edad,
fijaba su atención
en los detalles
más nimios.
Pero
aquella noche
no hubo sexo,
la muchacha le
dijo que estaba
muy cansada y
que deseaba dormir
sola, y él tuvo
que ceder de mala
gana en aras de
ese libre albedrío
ajeno sobre el
que tanto predicaba;
lo que no supo
jamás Wilhelm
es que esa noche
Liesel vació la
jarra del aguamanil,
lavándose la boca
hasta que consiguió
erradicar de ella
todo sabor a chocolate.
Sigue...