La
cena transcurrió
lenta y exquisita
como era de precepto
aunque la muchacha
apenas probase
bocado, cosa en
la que reparó
el duque preguntándole
amablemente si
tenía alguna preferencia
especial o es
que la comida
no era de su agrado,
lo que hizo que
Liesel se ruborizara
intensamente y
le entrasen ganas
de salir huyendo
de allí, temerosa
de haber dejado
en mal lugar a
su amante. Pero
Emil Konrad, hombre
de mundo, apenas
captar el sofoco
de su invitada,
soslayó el problema
con desenvoltura.
-Disculpadme,
señorita, había
olvidado que las
damas suelen ser
melindrosas a
la hora de comer,
ya que la moda
exige tales sacrificios.
Liesel
bajó la vista
y nada repuso,
lo que hizo que
su anfitrión se
dirigiese a Wilhelm
con una sonrisa.
-Mi
querido von Reisenbach,
recordaréis que
me hablasteis
de que la señorita
Liesel y vos leíais
juntos fragmentos
de vuestra obra
teatral; ¡cuánto
me agradaría poder
escucharos a los
dos!
Liesel
se estremeció
al oír aquello,
pero Wilhelm pareció
quedar muy complacido
ante el detalle
de que el duque
de Alt-burg hubiese
recordado su comentario
al respecto.
-Señoría,
eso tiene fácil
solución, el día
que vos queráis
no
tenéis más que
desearlo y gustosamente
os haremos una
lectura.
Emil
Konrad quedó varios
segundos pensativo,
y luego manifestó
con una fingida
espontaneidad
que estaba muy
lejos de ser sincera:
-El
inconveniente
es que lo deseo
para esta velada,
después de concluida
la cena, y, naturalmente,
vos no lleváis
encima la obra...
Debió habérseme
ocurrido la idea
con anticipación...
Claro que... ¿Por
qué, luego, no
vais en un momento
al pabellón, la
traéis, y así
puedo disfrutar
del juego de vuestras
voces en tan soberbia
lectura?
Liesel
no pudo reprimir
un sobresalto
al oír semejante
propuesta y miró
sin disimulos
al poeta en una
muda súplica de
que no la dejase
a solas con el
dueño del castillo,
sin embargo, Wilhelm,
que nunca solía
pensar mal por
norma, acató el
ruego sin incomodarse
y visiblemente
pesaroso de que
no se le hubiese
ocurrido traer
consigo la obra
teatral, ya que
los caprichos
de los poderosos
solían manifestarse
inesperadamente,
y él debía haber
supuesto algo
parecido.
Así
pues, al término
de la cena, el
poeta regresó
al pabellón en
el carruaje dispuesto
a tal efecto y
Liesel quedó a
solas con el de
Alt-burg.
El
duque la condujo
despaciosamente
-haciéndole de
guía por los corredores
cuyos cuadros,
tapices y jarrones
le iba mostrando
al paso mientras
le daba todo género
de explicaciones
sobre su antigüedad
y los artistas
que los habían
realizado-, a
una encantadora
salita bastante
íntima ya que
sus dimensiones
eran, dentro de
lo que cabe, notablemente
reducidas, en
la que había varios
sofás de cómodo
aspecto, y una
preciosa chimenea
de mármol, encima
de la cual podía
admirarse el magnífico
retrato de una
bella dama de
sonrosada blancura
y largos cabellos
rubios naturales,
lo que significa
que no llevaba
peluca. Iba vestida
con gran elegancia,
abundando las
joyas en su adorno.
Como Liesel la
contemplara curiosa,
el duque le dijo:
-Mi
esposa... Os supongo
enterada de que
soy viudo.
Ella
asintió en silencio.
Él
contempló a su
vez el retrato,
aunque no precisamente
con expresión
conmovida.
-Falleció
de posparto, lamentablemente
la criatura nació
muerta... Gertrud
Marie no podía
llevar a término
sus embarazos,
y en esta ocasión
fue el primero,
y el último, que
cumplió los nueve
meses, porque
siempre perdía
a la criatura
en las primeras
semanas, pero...
también éste se
malogró en contra
de sus deseos;
debía intuir que
era la última
oportunidad...
De ello hace cinco
años.
A
la muchachita
se le humedecieron
los ojos.
-¡Qué
triste hubo de
ser para vos!
–exclamó con el
apasionamiento
que la caracterizaba.
-Si,
en verdad que
lo fue, muy triste,
una primavera
muy triste...
Mas, olvidemos
el pasado, ya
que nada se puede
hacer para solucionarlo...
Tomad asiento
en el sofá, os
lo ruego, y permitidme
que me siente
a vuestro lado...
¿Un bombón? –preguntó
mientras con gesto
elegante lo extraía
de un recipiente
de porcelana colocado
en una mesita
próxima.
Liesel
contempló con
curiosidad la
pieza de chocolate,
porque mucho oyera
hablar de él pero
nunca antes lo
había probado.
-Gracias.
Ella
alargó la mano
para recogerlo,
mas el duque,
con traviesa sonrisa,
lo apartó mientras
decía:
-Será
un placer para
mí ponerlo en
vuestros labios,
¿negaréis este
inocente capricho
a un anciano que
podría ser vuestro
abuelo?
Liesel
le miró, sin comprender
del todo lo que
la petición entrañaba
de orden ni de
inocente, titubeo
que aprovechó
el duque para
depositarlo entre
sus labios deslizándolo
sobre ellos con
la suavidad de
una caricia, y
como la joven
apretase los dientes,
él empujó ligeramente
el bombón forzando
su entrada, a
lo que Liesel
no tuvo más remedio
que ceder y el
duque, entonces,
lo introdujo,
cuidadosa pero
inexorable, haciéndolo
resbalar sobre
la lengua de la
muchacha con cierta
aspereza, en tanto
penetraba empujado
por un índice
que pronto invadió
su boca, recreándose
en el contacto
para luego extraerlo
con lentitud,
húmedo y manchado
de chocolate.
Entonces, él se
lo llevó a sus
propios labios,
y, mientras la
contemplaba con
aquellos ojos
suyos tan brillantes,
se entretuvo en
lamerlo con expresión
de deleite.
-¿Veis?
–dijo después
con una cínica
sonrisa-, no ha
sido difícil y,
a fin de cuentas,
ha resultado exquisito
para ambos...
Habéis estado
muy gentil con
este viejo solitario,
y hace tiempo
que nadie lo había
sido conmigo;
os prometo, señorita,
que lo tendré
muy presente.
Por
suerte, el bombón
se deshizo pronto,
con gusto lo hubiera
escupido, y la
muchacha pudo
hablar, estremecida
de asco y de vergüenza.
-Pues
será mejor que
lo olvidéis señor,
como si nunca
hubiera existido.
La
replica de ella
pareció coger
desprevenido a
su interlocutor,
acostumbrado a
que todo el mundo
acatase su voluntad.
-¿Decís?...¡Ah!,
ya entiendo, otro
secreto más que
guardar entre
los dos; prometedora
complicidad, ¿no
os parece?
-Ignoro
a que os referís,
señor.
El
duque sonrió divertido.
-Sabéis
mantener la palabra
dada, ¡sois extraordinaria!...
No sabéis hasta
que punto envidio
a von Reisenbach,
vuestro tutor,
por la fortuna
que le han deparado
los dioses –y
como ella tuviera
un gesto de desagrado
al oír aquello,
él agregó-. ¿Acaso
no es suerte obtener
el pupilaje de
una tierna jovencita
y moldearla a
nuestro antojo,
sirviéndole de
consejero y preceptor?
Ella,
inquieta, repuso:
-El
caballero von
Reisenbach ha
sido muy bondadoso
conmigo...
-No
lo dudo –la interrumpió
el duque con una
inesperada dureza
en la voz-, acostumbra
a serlo siempre
con las damas
en apuros.
Liesel
exclamó irreflexivamente:
-Le
debo todo lo que
tengo y todo lo
que soy, sin él
mi vida no tendría
sentido.
El
duque la miró
de arriba abajo
apreciativamente
y sin ningún disimulo.
-En
eso no tengo más
remedio que daros
la razón, ¡hombre
dichoso!
Bruscamente
la agarró por
un brazo, clavándole
los dedos hasta
hacerle daño.
-Os
voy a dar un consejo,
linda señorita
–le susurró roncamente
en el oído-, no
juguéis a ser
la ninfa del bosque
bañándoos de madrugada
en los manantiales,
pues alguien podría
descubriros...
con resultados
desastrosos para
vos si no era
un caballero.
Ella
dio un respingo
asustada y le
miró a los ojos
no dándose cuenta
de lo cercanos
que se hallaban
sus rostros, pero
la expresión del
duque carecía
de toda ambigüedad
y sólo la libró
de aquel beso
indeseado, el
rumor de unos
pasos que se aproximaban
rápidamente por
el corredor.
Sigue...