Algo
en el timbre de
aquellas palabras
obligó a Wilhelm
a descender de
su paraíso particular,
y se volvió.
-Ciertamente
–dijo con los
ojos brillantes
por la euforia-,
pues de la opinión
del duque depende
mi futuro.
Liesel
experimentó unas
incontenibles
ganas de llorar.
-Vuestro
futuro –repitió
como un eco porque
en aquel instante
se vio lejos de
la vida del poeta
como si no formase
parte de ella,
o, peor aun, como
si nunca hubiera
estado.
Wilhelm
von Reisenbach
y su mundo, sus
poemas, sus obras
teatrales, su
entorno de duques
y princesas, de
reyes... y ella,
sólo Liesel, el
cuerpo al que
él dedicaba sus
atenciones cada
cuando lo deseaba,
el vaso en el
que beber, la
pequeña Liesel...
Nadie en realidad,
una criada, su
amanuense, su
amante, la-chica-que-estrenaba-un-vestido...
Tuvo un extraño
instante de amarga
lucidez; si él
triunfaba como
quería, ¿podría
ella seguir estando
a su lado igual
que hasta entonces?;
ya no se trataba
de una esposa
o de unos hijos,
destino obligado
de cualquier caballero,
sino de que el
ambiente en el
cual el poeta
desenvolvíase
era tan diferente
a la vida sencilla
de la muchacha,
que ella, torpe
e inculta, no
podría tener nunca
cabida al mismo
nivel en ese futuro
maravilloso que
esperaba von Reisenbach,
por más que él
hablara de igualdad
y de los tiempos
nuevos que se
avecinaban.
Wilhelm
volvió a rebuscar
en su mesa, impaciente.
-Liesel,
por favor, pásame
en limpio estos
cinco pliegos;
es lo último que
he estado escribiendo
y hay muchas correcciones,
los podría llevar
así mismo, pero
no quedarían demasiado
presentables...
A las dos he de
estar en el castillo.
Puedes tenerlos
hechos, ¿verdad?
Ella
asintió con la
cabeza.
Aquel
día Liesel comió
en solitario y
tarde, en cuanto
a Wilhelm, estaba
tan nervioso que
no probó bocado
releyendo fragmentos
de la obra de
teatro y haciendo
comentarios en
voz alta que tendían
a interrumpir
la labor de amanuense
de la joven, mas,
a pesar de todo,
la copia estuvo
lista antes de
la hora señalada
y el poeta marchó
a caballo rumbo
al castillo, ya
que, según dijo,
no quería que
Otto le llevara
en el cabriolé,
quedándose ella
sola en el pabellón.
Pero
se quedó, porque
para Liesel, Otto
no era nadie;
ni siquiera una
muchedumbre lo
hubiera sido.
Fue
un día largo,
vacío y gris,
no tenía nada
que copiar ni
tampoco ganas
de hacer nada
que supusiera
un trabajo de
concentración.
De haber sido
la Liesel de otros
tiempos, con gusto
hubiera empezado
a barrer, fregar,
quitar el polvo
y ponerse a preparar
la cena, pero
ya todo eso estaba
hecho y dispuesto,
solo restaba esperar,
o abrir los paquetes
que aguardaban
en su dormitorio
con el vestuario
recién adquirido,
y al fin, como
mujer que era,
se decidió por
aquel trabajo
de separar la
lencería primero,
sacar luego los
vestidos, ordenarlos
y colocarlos en
el guardarropa,
cosa que a pesar
de lo deprimida
que estaba, si
no llegó a distraerla
del todo, al menos,
le ayudó a consumir
un espacio de
tiempo. Luego
sentóse en un
sillón y se quedó
mirando por la
ventana hasta
que el aposento
quedó en sombras.
No
cenó. Empezaba
a anochecer y
como Wilhelm no
volvía, supuso
que la lectura,
o la conversación
con el duque,
habíase prolongado
más de lo normal,
y bien estaba
si eso significaba
la fortuna del
caballero, pero,
¿vendría a dormir
al pabellón?;
él le dijo una
vez que si algún
día tenía que
ausentarse a causa
de diligencias
a realizar, siempre
procuraría volver
lo más pronto
posible con objeto
de que no pasara
la noche entera
en soledad. Sin
embargo, ahora,
daba muestras
de haber olvidado
su promesa. Y
no es que ella
tuviese miedo
de pasar una noche
en el edificio
vacío, ya que
nada había que
temer en las posesiones
del duque de Alt-burg,
y además, Otto
se hallaba cerca,
pero la ausencia
del caballero,
de prolongarse
hasta el amanecer,
le auguraba los
más negros presentimientos.
Se
recluyó antes
de lo habitual
en su dormitorio
y, después de
intentar leer
otro capítulo
del Werther,
libro de cabecera
recomendado por
von Reisenbach
y, precisamente,
nada oportuno
en aquellos momentos,
comenzó a desvestirse
con lentitud;
no tenía objeto
esperarle levantada
si él no había
llegado aún, y
aguardar en vela,
menos todavía,
pero en eso, pudo
escuchar los cascos
de un caballo,
y, más tarde,
los pasos del
caballero que
subían rápidamente
por la escalinata.
Ella
había dejado entornada
la puerta de su
aposento y Wilhelm,
que llegaba exultante,
comprendió, al
ver luz, que Liesel
estaba despierta
y le esperaba,
empero, golpeó
cortésmente la
puerta y preguntó
si podía entrar.
-Podéis
hacerlo.
Ella
permanecía de
pie en el centro
de la estancia,
luciendo por toda
indumentaria un
salto de cama
recién estrenado
–el contacto de
la piel con nuevas
ropas, siempre
ha sido un excelente
remedio para aliviar
las depresiones
femeninas-, y
entre la iluminación
de dos candelabros
semejaba, al contraluz,
una entidad de
ensueño, luminosa
y transparente.
Wilhelm
sintió que su
pecho se inundaba
de ternura como
siempre que la
contemplaba frágil
y tan desvalida,
vulnerable, lo
mismo que una
niña perdida en
el bosque.
Al
acercarse pudo
comprobar que,
debajo de aquellas
exquisiteces de
fruncidos, encajes,
gasas y lazos,
llevaba todavía
un corsé que no
tuviera tiempo
de quitarse, y
como nunca la
había visto así
ya que ella se
le reunía por
las noche sólo
vestida con el
camisón, le estimuló
sobremanera el
hecho de hallarla
a medio desnudarse
y púdicamente
cubierta con una
sugerente bata
–que, por otra
parte, no había
tenido tiempo
aún de abrocharse-,
como si entre
ellos nunca hubiese
habido la menor
intimidad.
-Disculpa
la tardanza...
El duque pretendía
que me quedase
a pasar la noche
en el castillo,
pero le he dicho
que no podía dejar
sola a mi pupila...
Se
acercó y quiso
abrazarla, sin
embargo se detuvo
cuando ella se
echó a llorar
convulsivamente.
-¿Otra
vez los llantos?
–exclamó él de
nuevo desconcertado
y Liesel se arrojó
temblorosa a su
cuello mientras
gemía:
-¡Temía
tanto no volveros
a ver, señor!
Aunque
complacido en
su fuero interno
por lo que representaban
aquellas palabras
-¿a quién no le
halaga que le
amen si ese amor
proviene de una
criatura tan encantadora?-,
Wilhelm la reprendió
ligeramente.
-¿Qué
necedades son
esas?... Marché
al castillo, no
al campo de batalla.
Pero
como la chiquilla
estrechábale con
fuerza mientras
le llenaba el
rostro de besos,
toda su presunta
severidad desvanecióse
sin haber tenido
tiempo de manifestarse,
y la enlazó por
el talle, que
ceñía aquella
novedad de la
recién estrenada
armadura, un corsé
rígido e insólitamente
rugoso al tacto,
subiendo luego
por la piel de
la espalda...
Lo que no dejó
de recordarle
el feliz momento
de la primera
vez, cuando prácticamente
la desnudó entre
caricias.
El
corsé de la época
alzaba los breves
senos hasta el
extremo de que
los pezones, de
color marrón y
grandes aréolas,
se entreveían
fácilmente. Wilhelm
introdujo una
mano ansiosa entre
ellos y la tela,
y sus dedos resbalaron
suavemente, aprisionando
con delicadeza
los pechos adolescentes,
luego bajó la
cabeza colmándolos
de besos, mientras
ella seguía llorando
aunque cada vez
con menor intensidad.
Después
la ayudó a despojarse
de aquella prenda
que Liesel no
necesitaba más
que en función
de los imperativos
de una moda impuesta,
e hicieron el
amor como nunca
lo habían hecho,
enseñándole él
a ella cosas no
puestas en práctica
con anterioridad
entre ambos. Al
final, exhaustos,
pero felices,
se durmieron abrazados,
que, por otra
parte era en ambos
una forma habitual
de dormir, y así
permanecieron
hasta que el canto
de un gallo inexistente,
o el presentido
de la alondra,
quién sabe, les
alertó que amanecía
y era preciso
separarse para
guardar las formas.