Aquella
mañana, mientras
desayunaban en
la biblioteca,
costumbre adquirida
apenas comenzase
su relación y
todo cambiara
entre los dos,
Wilhelm le explicó
entusiasmado como
había ido su visita
al duque y la
conversación que
mantuvieran.
-¡A
Emil Konrad le
ha complacido
en extremo la
obra y me aseguró
que en cuanto
yo la juzgue concluida
darán comienzo
los ensayos!...
¡E incluso llegó
a sugerir, que,
tal vez, pudiera
hacerse con ella
una ópera más
adelante; contactos
no le faltan pues
conoce a los mejores
compositores y
a los cantantes
más sublimes!
Liesel
le escuchaba pensativa
sin dejarse arrastrar
por su euforia.
-¿No
se ha escandalizado
ante vuestras
ideas tan revolucionarias?
-¿Por
qué había de hacerlo?,
ya te dije que
es un librepensador
y carece de prejuicios
absurdos.
Fugazmente
cruzó por su memoria
el recuerdo de
la conducta libertina
del duque cuya
esposa no hacía
más que invocar
como una justificación
de los propios
desvíos, justificación
que Wilhelm había
acabado también
adoptando, no
en lugar de una
revancha como
ella, sino con
el razonamiento
de que si el duque
hacía lo que se
le antojaba, la
duquesa podía
hacerlo igualmente,
y si él participaba
de forma indirecta
nada de malo había
en ello ya que
no asaltaba el
nido ajeno puesto
que el tal nido
se hallaba al
alcance del primero
que llegase.
Wilhelm,
empero, siempre
sospechó que el
duque no ignoraba
que entre su esposa
y el poeta no
todo se iba en
hablar de versos
a la luz de los
candelabros en
la intimidad del
pabellón, pero
puesto que el
concepto de las
libertades cada
cual lo traduce
a su manera, y
a veces el idealismo
no es la mejor
medida para interpretar
las cosas, él
siempre creyó,
porque así le
convino para acallar
una conciencia
del todo tradicional,
que el duque no
podía sentirse
ofendido de que
Wilhem pudiera
ser uno más entre
los amantes de
su esposa, ¿acaso
los hechos no
encerraban algo
de justicia poética?
De suerte que
Emil Konrad tenía
que aceptar el
adulterio ya que
había sido el
primero en cometerlo.
-Cuando
te mencioné, mostró
gran interés en
conocerte; le
dije que me ayudabas
a poner en limpio
mis borradores
y quedó maravillado...
Ella
le interrumpió.
-¿Estaban
sus... sobrinas?
-No,
por supuesto que
no, el duque ha
venido solo; eso
no quiere decir
que más adelante
se reúnan con
él, pero por ahora,
y durante unos
días, va a estar
muy ocupado con
los asuntos relativos
a administradores
y arrendatarios,
hoy por ejemplo,
y mañana, pero
por la noche me
dijo que haría
un alto en sus
quehaceres y nos
recibiría gustoso
a los dos en una
cena íntima.
-¿A
los dos? –preguntó
ella asustada
ante lo que implicaba
aquella velada.
-Nada
temas, el duque
de Alt-burg es
un caballero muy
llano y sencillo.
-Para
vos, señor, pero
no creo que conmigo
comparta tanta
llaneza.
-Deshecha
tales prejuicios
y no te pongas
nerviosa, procura
ser como eres,
natural, y todo
irá bien.
Pero
Liesel quedó muy
impresionada,
por no decir aterrada
ante la inminencia
de la presentación
y el resto de
la mañana se lo
pasó trabajando
en silencio mientras
una incipiente
migraña comenzaba
a apoderarse de
sus sienes.
Por
la noche estuvo
más bien fría
entre los brazos
de su amante,
cosa que a él
le sorprendió
acostumbrado a
su apasionamiento,
y apenas se insinuó
el alba, lo dejó
profundamente
dormido, corriendo
a ponerse sus
vestidos de criada
para ir al embalse
del manantial
y darse un baño.
Era a finales
de julio y se
hallaban en plena
canícula de un
verano muy caluroso
para aquellas
latitudes; indiscutiblemente
un italiano, un
español, e incluso
un francés, no
lo hubieran considerado
así, pero en tierras
germanas carecían
de elementos de
comparación.
Liesel
se desnudó rápidamente
lanzándose de
cabeza al agua
como le había
enseñado Wilhelm
y nadó de un lado
para otro inquieta
poniéndose luego
de pie bajo la
cascada del manantial,
más tarde acercóse
a la orilla, se
secó y, vistiéndose
de nuevo, inició
el camino de regreso
temerosa de que
Wilhelm descubriese
su escapada ya
que habían hecho
una costumbre
del bañarse juntos.
Se
hallaba próxima
al pabellón cuando
un insólito rumor
entre los setos
del jardín la
hizo volverse
aprensiva, descubriendo
entonces a un
hombre de mediana
edad, vestido
como un montero.
Era bastante alto,
delgado, el rostro
estrecho y afilado,
labios muy finos
de expresión desagradable
y ojos ardientes
y astutos que
relucían debajo
de unas pobladas
cejas. Le llamó
la atención su
nariz, parecida
al pico de un
ave, afilada,
enhiesta e impertinente,
con el contraste
de unas carnosas
aletas dilatadas
que semejaban
engullir el aire
con avidez.
Iba
a preguntarle
que hacía allí
y quién era, cuando
él se le anticipó
saludándola con
mucha cortesía.
-Me
he perdido, señorita,
salí temprano
de ojeo y mi perro
se extravió, buscándolo
he llegado hasta
aquí, excusadme
si os he asustado.
-¿Pertenecéis
al séquito del
duque de Alt-burg?
Él
pareció muy aliviado
al escuchar aquella
pregunta.
-En
efecto... Y os
agradecería que
no mencionarais
a nadie este encuentro,
pues podría traerme
problemas con
el duque.
Ella
se tranquilizó
al oír estas palabras;
ya eran dos que
tenían algo que
ocultar. Sonrió.
-Nunca
os he visto, señor.
El
montero hizo una
inclinación de
cabeza.
-Os
lo agradezco...
Y como nunca nos
hemos encontrado,
cerrad los ojos,
que cuando los
abráis todo seguirá
igual que antes.
Liesel,
divertida, obedeció
con presteza la
indicación, y
al abrirlos, efectivamente,
allí no había
nadie.
-¿Lo
habré soñado?
–pensó la jovencita
burlándose de
sí misma, pero
sin más reflexiones,
echó a correr
hacia el pabellón
deseosa de que
Wilheln no se
hubiera dado cuenta
de su escapada.
En lo que no reparó
es que el montero
la había llamado
“señorita” cuando
ella iba vestida
con ropas de criada.
Al regresar se
introdujo de puntillas
en su propio aposento
y Wilhelm siguió
sin darse cuenta
de nada, porque
al entrar a darle
los buenos días,
encontróse a la
muchacha abrazada
a la almohada
y apaciblemente
dormida, o tal
supuso, de manera
que abandonó la
estancia cuidadoso
de no despertarla,
marchando solo
a realizar sus
abluciones matinales.