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Que ella amábale incondicionalmente, de eso no cabía la menor duda, pensaba Wilhelm, y sentirse amado por aquella dulce criatura era una sensación nueva para él, quien, acostumbrado a ser el capricho de las damas y su juguete favorito, ahora se había convertido, de protector de una jovencita, en sabio maestro de una muchacha a la que instruía no sólo en el aspecto cultural, sino también en el amatorio y tan exquisita cátedra constituía para el poeta un inesperado placer añadido, del que no cesaba de dar las gracias in mente a sus antiguas preceptoras.

¿Amaba Wilhelm a Liesel?, la pregunta es razonable; el caballero siempre se había dejado arrastrar por las mujeres, prácticamente seducir por ellas, expertas en artimañas y sutiles trampas, pero con Liesel todo había sido diferente; primero, ella no le echó los brazos al cuello pues en su lugar fue él quien tomase la iniciativa estrechándola demasiado apasionadamente contra su corazón, siendo, el beso que los unió, una consecuencia natural. Pero, ¿la amaba?

Se dice de los poetas que son expertos en amores, mas, ¿lo son realmente o se recrean imaginando el amor y luego escriben? Él era dichoso con Liesel, contemplándola con gran ternura, mas, como ella, vivía el momento y tampoco se cuestionaba el futuro, a menos que pensase que ese momento, el presente de ambos, iba a ser eterno.

Escribían juntos, comían y cenaban juntos, compartían el mismo lecho hasta el alba e incluso llegaron a bañarse juntos en el embalse de la fuente, una imprudencia que sólo justificaba la pasión que los unía, ya que en el agua retozaron a su sabor convencidos de que nadie podía sorprenderles.

Era la Nueva Arcadia, siempre tan mencionada por el poeta. Wilhelm le prestaba a Liesel traducciones de Rousseau, de Voltaire, curiosamente unidos en la historia pero enemigos irreconciliables, le hacía leer obras de Goethe- el inevitable Werther entre ellas-, Los bandidos de Schiller, y muchos más, de quienes la joven leía en voz alta pasajes escogidos al gusto de su mentor, y le hablaba incansable del movimiento romántico cultural denominado Sturm und Drang, de política –la unificación de los estados alemanes por medio del idioma que ilustres epígonos tenía en Herr Goethe y en el impetuoso Friedrich Schiller-, y de que el hombre ha nacido libre y bueno y que la sociedad le esclaviza y le corrompe, pues en von Reisenbach pesaban mucho las influencias de Rousseau, al que Liesel no veía con buenos ojos desde el día en que Wilhelm le contó de pasada, como Jean-Jacques había abandonado a sus cinco hijos en el hospicio apenas éstos iban naciendo.

-¿Y la madre –preguntó ella con reprobación-, es que no se oponía?

Él la contempló sorprendido.

-¿Por qué iba a hacerlo?, ella era una mujer ignorante y Rousseau un gran pensador.

-¡Lo que era ese gran pensador, como vos le llamáis, es un bellaco, pues hasta los animales tienen sentimientos hacia a sus hijos!... ¿Cómo pudo abandonarles sin más, y ella, es qué no tenía corazón?, ¿qué clase de mujer era? –se exaltó Liesel.

-Una... mujer inculta, ya te lo he dicho –esta vez Wilhelm tuvo una imperceptible vacilación al referirse a la compañera del filósofo porque recordó a tiempo que había sido lavandera como la madre de Liesel y no era cuestión de decir lo que a oídos de ella hubiese resultado ofensivo.

-¿Y eso que tiene que ver con amar a un hijo?

Wilhelm se quedó perplejo y no supo que replicarle a lo que, ella, prosiguió envalentonada:

-No creo que haya de irse a la escuela para aprender a querer a los hijos.

-Estaba enfermo, no podía mantenerles, por eso los dejó en el hospicio, en donde se les atendería preparándoles para la vida.

-¿Una existencia sin el amor de sus padres?, aunque de ese tipo de padres más vale no recibir nada.

-¿Ves?, tú misma me das la razón aunque no se sustente en igual base.

-No precisamente, señor; la raíz del mal está en esa forma de pensar, en creer que un padre si no da bienestar material no puede dar nada más... Mi padre estaba perpetuamente borracho y zurraba a menudo a toda la familia, mi madre, una mujer que no paraba de trabajar, amargada, también pegaba... En mi hogar nunca hubo besos y abrazos, nunca caricias ni mimos, ¡cuánto no hubiéramos dado, mis hermanos y yo, por un poco de amor, de afecto, aunque no tuviéramos pan que llevarnos a la boca, que no lo teníamos habitualmente, por no tener nada!

-¿No hubiera sido preferible el hospicio, Liesel?- inquirió él doctoralmente, como tenía por costumbre siempre que teorizaba.

Pero ella no cedió.

-¿Seríais capaz vos de llevar a vuestros hijos a un hospicio y dejarlos allí?

Von Reisenbach la miró con sorpresa.

-Si por su bien era necesario, no vacilaría.

-¿En tan poco tendríais la opinión de la madre de esos niños?

-Si fuese la madre de mis hijos, sería lo suficientemente inteligente como para entender la sublime grandeza del gesto –adujo el poeta con gravedad.

Liesel le contempló, de nuevo al borde de las lágrimas.

-¡Palabras, señor, sólo palabras, los hijos han de tener un padre y una madre que los quieran, que se preocupen por ellos, que los protejan, que no los abandonen a su suerte! -rebatió entonces con calor enfrentándosele a pesar del profundo amor que por él sentía.

 

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