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-Vuestro protector es un duque, y me dijisteis que vos habíais estado al servicio del rey de Suecia, ¿cómo podéis escribir esas cosas, acaso no podrían acusaros de deslealtad?

El poeta estaba asombrado por lo que oía de labios de aquella muchacha.

-¿Deslealtad?... ¿A quién?... Cuando el rey de Suecia, Gustavo III, me encargó una tragedia sobre uno de sus héroes míticos, si vamos a ello, no podía ser más subversiva, y, empero, fue alabada calurosamente por el propio soberano, siendo de hecho la que me permitió regresar a mi país obteniéndome un perdón declarado... Perdón inmerecido ya que nunca cometí falta alguna que justificase mi exilio auto impuesto...

-La Oda al hombre libre –musitó Liesel sorprendiéndole aun más, y como no atinase a preguntar nada, ella continuó-. No os asombre que lo sepa hasta una zafia criada, desde que marchasteis siempre he oído hablar de vos, incluso aquel día en las cocinas de la princesa Charlotte Theresa, que fue la primera vez, se decía que erais un poeta de ideas demasiado liberales, que no respetabais a la realeza, y que la princesa había sido muy buena con vos evitando gracias a sus influencias el que acabarais en prisión... Luego, con el paso de los años, he seguido sabiendo cosas vuestras ya que de tanto en tanto se os mencionaba... Sois muy famoso, señor.

El caballero guardó silencio, con qué Liesel, la callada y discreta Liesel, conocía sus pasos mientras que él apenas sabía nada de ella, claro que la muchacha era muy joven y prácticamente no había vivido, o sea que escaso pasado tenía.

-Tienes razón –sonrió débilmente-, mi fama me precede, y no para bien en muchos casos, según aprecio... Mas nada temas, lo que escribo no es alta traición, te dije que el duque de Alt-burg era un hombre librepensador, como debería serlo toda la aristocracia, y también los príncipes de nuestro país empiezan a serlo, lo que puede conducirnos a un estado ideal donde el soberano vuelva a ser ese gobernante patriarcal y bondadoso del que habla Sabine en su parlamento.

-Y que vos habéis suprimido, a menos que lo saquéis en otro momento.

-Lo suprimí porque quise pensar en femenino, como tú bien me indicaste; deduje que una mujer hablaría más de sentimientos que no de patria, ya que ello estaría mucho más en concordancia con su naturaleza... Y creo que también habrás de explicarme el por qué una mujer no puede amar a un hombre a pesar de odiarle, ¿no eres muy joven para saber tanto de los asuntos del corazón?

Wilhelm se expresó con suma afabilidad ya que nada más alejado de su ánimo que el ofender a la muchacha, pero ésta enrojeció violentamente.

-No es que sepa nada señor, pero me guío por mi instinto; yo sé que nunca podría amar a alguien a quien odiase o que me causara temor.

-Una respuesta lógica –repuso él-; ¿has estado enamorada alguna vez?

Tal vez esta pregunta pueda parecer inconveniente más entonces que ahora, pero siendo formulada en plan amistoso por el caballero que se había erigido en su benefactor, no molestó a la jovencita aunque la turbase ligeramente, y de esta suerte replicó con la mayor sinceridad:

-Nunca, señor.

Wilhelm había entrado de lleno en un terreno apto para la investigación cuando el diálogo se encauzaba peligrosamente hacia derroteros poco apropiados de sostener entre dos personas de distinto sexo, ambos atrayentes y en una edad peligrosa para las confesiones demasiado íntimas.

-Entonces, ¿cómo sabes cuál sería tu reacción? –preguntaba el escritor, con la frialdad de un científico que quiere saber el por qué de algo que se le escapa.

Liesel se llevó la mano al corazón.

-No sé explicarlo señor, sólo sentirlo, es así.

-El príncipe de mi historia es un hombre apuesto y bien parecido –insistió él-, Sabine puede amarle, ¿no se debe enamorar una mujer de un hombre así?

Liesel parecía angustiada ante su insistencia.

-Si es cruel con ella, no, señor, es imposible.

Wilhelm, que aún mantenía cogidos los pliegos del diálogo, los dejó caer sobre la mesa del escritorio y comentó doctoralmente:

-He conocido mujeres, Liesel, capaces de arrastrase delante de un hombre, en menoscabo de su dignidad, suplicándole que las amase y siendo por él tratadas cruelmente.

La muchacha volvió a asumir aquella adorable expresión de seriedad tan suya.

-Pues, señor, yo no pienso de esa manera... Ciertamente soy joven e ignorante y los hombres que han formado parte de mi mundo han sido un padre borracho, el granjero y sus mozos y el posadero...

-Olvidas al pastor Hofbauer...

-¡Oh, él era diferente, igual que vos; los dos sois hombres de letras!

A Wilhelm le hizo gracia el ejemplo, ¿en qué un hombre de letras era distinto a los demás en determinados aspectos de su vida amorosa y sexual?

-¿Con eso quieres decir que han sido hombres malencarados y groseros?

-Si.

Él la miró conmovido, ¡pobre criatura, cuántos momentos desagradables tuvo que haber pasado en su corta existencia!

-Está bien, Liesel, te comprendo... y trataré de comprender también a Sabine.

Ella se levantó nerviosa.

-¿Puedo retirarme, señor?

-Puedes hacer lo que desees-repuso Wilhelm magnánimamente.

Liesel se dirigió hacia la puerta y cuando la estaba abriendo, él le dijo:

-Déjala entornada, tal vez necesite tu colaboración otra vez... Me ayudas mucho a ver las cosas con mayor claridad.

 

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