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La puerta quedó entornada y ambos regresaron a sus respetivos trabajos. Liesel olvidó desayunar y siguió escribiendo lenta y mecánicamente, con el pensamiento puesto en otra parte: toda la anterior conversación sostenida con el poeta. Su alma sencilla, su razonamiento claro y su juicio práctico se hallaban muy lejos de introspecciones atormentadas o de preguntas enigmáticas; como todas las mujeres primero sentía y luego, o, por ello mismo, reflexionaba, pero en aquella ocasión hallábase demasiado turbada como para pensar con claridad. Sólo sabía que el estar cerca de Wilhelm von Reisenbach, alteraba su sosiego, la inquietaba poniéndola nerviosa, levemente al principio de su trato, de tal modo que lo confundió con respeto hacia el caballero, pero ahora, ya no hubiera sabido como definir con exactitud cuantas emociones encontradas provocaba en ella. Volvemos a repetir que no desconocía lo que entrañaba una relación demasiado íntima entre hombres y mujeres, que el caballero la atraía con la misma fascinación del abismo y que si él hubiera entrado en su lecho cualquier noche, no habría protestado porque toda ella vibraba por él, bien que de una manera tan inconsciente que aún no se había apercibido del todo, o al menos en su entera magnitud, achacándolo sólo a que el poeta era irresistible y ella una sirviente, es decir, alguien sin derechos o privilegios, la sierva, una amante ocasional para quien los favores del señor, si ella los aceptaba tratándose de un amo tan hermoso, constituirían un honor inmerecido.

La Bestia resucitaba, convirtiéndose en un príncipe encantador, luego que Bella le dijera que le amaba... Liesel suspiró llevada de la magia del relato y sin comprender que ella también estaba muy enamorada, pero que no era una sierva dispuesta a complacer al amo por sumisión, y que no lo sería nunca.

En la contigua biblioteca, Wilhelm tampoco podía centrarse en lo que pretendía escribir; su diálogo con la muchacha impedíale rehilvanar la historia en el punto que la dejase; los motivos, escrúpulos, diatribas de sus protagonistas habían pasado, inexplicablemente, a un segundo plano, e incluso sus bien intencionados parlamentos políticos en aras de un mundo mejor, también.

La fresca belleza y la ingenuidad de aquella criatura de la que se había convertido en responsable, y que, por otra parte, le ofrecía una obediencia absoluta que nada cuestionaba, le turbaba a su vez, porque, como Liesel, no sabía en realidad que era lo que estaba sucediendo en su interior; acostumbrado a las mujeres dentro de las reglas de un trato diferente, y en el cual ellas siempre tomaran la iniciativa, hijo único crecido en el seno de una familia compuesta por madre y abuela, su relación con una joven de 16 años de la que se había convertido en salvador, empezaba a causar estragos en su bien ordenada mente; hasta ese día, el elemento femenino sólo había constituido un remanso en su existencia, tal vez el reposo del guerrero, el agua que se bebe cuando se tiene sed, el relax cuando embarga el cansancio, todo físico, sin ahondar más, porque nunca las recordaba después con nostalgia sino, más bien, con cierto fastidio y a veces incluso con enojo. Rosina, por ejemplo, agotadora, exuberante, exigente, celosísima como una gata, la misma duquesa de Alt-burg, casada a la fuerza con un libertino del que abominaba, vengándose con sus mismas armas, y... tantas y tantas otras, todas llorosas, suplicantes, convirtiéndole en confidente para que mejor las consolase... Pero Liesel era distinta, Liesel era sincera, espontánea, respetuosa, y, sobre todas las cosas se mantenía discretamente al margen siempre igual que una sombra, no le agobiaba, no le incomodaba, era dulce, pero tenía carácter y nada había en ella de gazmoña ni de hipócrita. Sí, Liesel era diferente a todas, y, además, tan bella con la cara limpia de afeites y esa mata suya de cabellos castaños con sus rizos y bucles naturales, su tez dorada por el sol...

La oyó toser ligeramente en la salita preocupándose, ¿se habría resfriado la noche pasada mientras permanecían ambos sentados en el banco charlando? Tentado estuvo de entrar y preguntarle si se encontraba bien, mas prefirió no precipitarse ya que la muchacha rebosaba salud y su inquietud hubiera podido parecerle agorera. Una sana hija del pueblo, llena de sensatez, ¡y con qué decisión se aprestaba a defender sus puntos de vista!... Nunca había estado enamorada, ¿qué raro milagro era ese?, en sus obras, todas las heroínas amaban y sufrían por ello, ¿no era acaso lo normal?, se preguntaba él, que del amor todo lo ignoraba.

Wilhelm contempló sin fijarse en nada, aunque sus ojos parecían hacerlo al recorrer las letras con atención, las páginas del primer diálogo que en segundo lugar leyese a su protegida, pero como sus oídos permanecían atentos al menor rumor proveniente de la sala contigua, no se enteró de nada; el príncipe tirano y Sabine podían estar discutiendo durante toda la eternidad si les placía, que, en esos momentos, era lo que menos le importaba.

 

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