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VAMPIROS

Mis libros en papel...

Mis libros en papel...


Wilhelm la dejó entrar primero y luego cerró la puerta tras ellos.

-Toma asiento, por favor –invitó acercándole una banqueta mientras él se disponía a imitarla.

Sobre la mesa de trabajo del poeta se amontonaban sin ningún orden los papeles escritos, en tanto varios libros mantenían su precario equilibrio, unos encima de otros, en un ángulo.

Wilhelm se pasó la mano por la frente con aire fatigado.

-Creo que lo he hecho bien en esta ocasión, pero necesito que me des tu juicio... No es que considere que la escena esté terminada, porque aún le falta mucho, pero me parece que he logrado levantar el armazón correcto esta vez.

Y, sin más preámbulos, agarró unas hojas y se puso a leer después de explicarle a Liesel, innecesariamente, que aquello no era sino un diálogo:

PRÍNCIPE: ¿Tan difícil es que consintáis a mis deseos, cuando os estoy haciendo un honor y no una afrenta?

SABINE: Singular es vuestro concepto del honor, señor, pues no tenéis en cuenta si a mí me educaron de manera diferente en nuestra sencillez campesina... Decís que no hay afrenta siéndolo la imposición con la que pretendéis dar carta de legalidad a los hechos que vos consideráis honrosos.

PRÍNCIPE, altivo: ¿Se le pide a un mendigo su consentimiento al darle una limosna?

SABINE: No se afrenta a un mendigo por ejercer la caridad, mas recordad alteza, que ni yo soy pordiosera ni os he pedido nada.

PRÍNCIPE, apasionado: Podríais pedirme cuanto quisierais porque en mí tendríais un esclavo y no un amo.

SABINE: ¿Hasta cuándo, alteza, mientras durase vuestro capricho?

Wilhelm se interrumpió.

-Bien, ¿qué te parece?...Este diálogo es muy diferente al que escribí la vez primera.

Ella le miró perpleja.

-Me parece bien, pero... ¿Cómo era el anterior?

Él sonrió.

-No creo que vaya con tus gustos, mas te lo puedo leer si deseas.

Y con suma presteza sin esperar su consentimiento, como si ya lo tuviera preparado de antemano, recogió unos pliegos que se mostraban a su alcance, comenzando a leer de nuevo en tanto ella le observaba pensativa:

-PRÍNCIPE: ¿Tan difícil es aceptar que a mí te entregues por el bien de los tuyos, cuando a cambio de ese pequeño sacrificio tendríais asegurada la prosperidad y los honores?

SABINE, fríamente: Singular es vuestro concepto del honor, alteza, que yo no fui educada de semejante manera poniendo en la instrucción tan altas miras... Vuestros pretendidos honores cadenas de esclavitud son que buscan convertir al hombre libre, hecho a la imagen y semejanza del Creador, en vil esclavo o marioneta presto a actuar al son de los más sórdidos anhelos.

PRÍNCIPE: ¿Sórdidos anhelos?, la voluntad de un soberano es divina y lo que él ordene ha de ser obedecido; ¿qué puede saber una mujer de los designios de la razón de estado?... Pues si al príncipe le place enviar a sus súbditos al combate, así habrá de hacerse...

SABINE, interrumpiéndole: Andáis errado, como en tantas cosas, alteza; los pueblos aman la paz, no sus gobernantes, quienes arbitrariamente disponen sobre vidas y haciendas.

PRÍNCIPE, desdeñoso: ¡Basta ya, que mi paciencia se colmó y no me hallo de talante para escuchar divagaciones; aun en contra de tu voluntad has de ser mía si no quieres que males mayores se abatan sobre la cabeza de los tuyos!

SABINE, encolerizada: ¿Y pretendéis que ceda de buen grado frente a tal conminación?... ¡Alteza, antes muerta me obtendréis que viva!

PRÍNCIPE, apasionado: ¡Muerta no os quiero sino viva, desnuda y palpitante entre mis brazos, que vos seríais mi reina y yo vuestro esclavo!... ¡Os amo!

SABINE: Me ofrecéis un reino de vergüenza ¿a eso le llamáis amor, a la deshonra?... En otros tiempos los príncipes eran patriarcas bondadosos a quienes sus pueblos reverenciaban, no tiranos sedientos de sangre y de lujuria con la divisa del capricho por bandera... Nuestro feudo lo habéis heredado de cien antepasados gloriosos, pero en vuestras manos se aniquilará lo que sabios gobernantes construyeron con lentitud y esfuerzo...

Wilhelm concluyó, aguardando expectante la respuesta de su oyente.

Liesel estaba muy seria, cosa que desconcertó al poeta, ya que no esperaba de ella esa reacción, llorosa la hubiera comprendido, ruborosa, inquieta por la crudeza del lenguaje, sí, pero seria no, carecía de sentido, y más se le antojó al escuchar sus palabras.

-Señor, no entiendo de teatro, lo cierto es que nunca he asistido a una función, lo único, pantomimas callejeras, pero lo que estáis leyendo...

-No te interrumpas, Liesel, yo sé apreciar la sinceridad.

Ella pareció considerar su respuesta.

-Sois muy bondadoso, señor, y os lo agradezco, pero no sé si soy quién para deciros...

-Habla, no titubees.

Liesel respiró profundamente.

-Señor, son dos observaciones las que os tengo que hacer, una respecto a Sabine; me dijisteis que ella ama al príncipe, ¿cómo puede amarle si es un déspota que se hace odioso desde el momento que le exige con amenazas lo que, si fuera inteligente, podría solicitar de ella sin afrentarla?

-Estás mencionando la primera versión del diálogo...

-No, no, continúa en la segunda, ese príncipe es odioso; ¿qué virtudes ocultas puede tener para ser amado por ella?

Wilhelm frunció el ceño preocupado.

-¿Cuál es la otra observación?

-Los príncipes, señor, habláis mal de ellos, ¿no teméis que os puedan acusar de traición?

-¿Por qué?- extrañóse él.

Ella, dudosa, se mordió los labios un instante.

-Hay una cosa que dice Sabine, la de que los pueblos quieren la paz pero no sus gobernantes... Eso, señor, podría causaros muchos problemas si la volvéis a introducir en algún parlamento.

Wilhelm sonrió con indulgencia.

-Mi querida niña, corren nuevos aires por Europa, aires de libertad e igualdad que mentes tan preclaras como las del señor Voltaire o Jean-Jacques Rousseau, han esparcido a través de sus escritos... Los príncipes no son divinos, son humanos mortales como tú y como yo, y como humanos yerran, no ahora, sino desde siempre, sólo que antes nadie osaba criticarlos públicamente, pero, vuelvo a repetirte, los tiempos cambian y día llegará en que los príncipes no nos gobiernen aludiendo para ello a una herencia de siglos... Esta obra teatral pretende hacer ver al pueblo, que si le asiste la razón, tiene el sagrado deber de luchar por justas demandas, enfrentándose a quien sea... Pues tal ha de ser la misión del dramaturgo, Liesel, no sólo entretener, sino educar a través de sus obras.

Ella le miró asustada.

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