Dio
un par de vueltas
por el jardín, sentándose
después en un banquito
que al paso halló,
y desde el cual
tanto podía verse
el castillo cercano
enmarcado por el
follaje de los árboles,
como el pabellón
en semi circunferencia,
con todas sus puertas
y sus ventanas,
el tejado bermellón
y la fachada que
seguían decorando
elásticos dibujos
en color ocre. Reinaba
una gran tranquilidad
en el ambiente,
sólo alterada por
el vuelo de los
insectos y el canto
de los pájaros,
el aire olía al
follaje perenne
de los árboles y
a su agradable resina,
a flores, a setos,
y por algún lado
fluía el agua de
un manantial invisible.
Liesel divisó no
lejos de allí un
columpio entre dos
árboles, y, al levantar
la vista en un momento
dado, inquieta porque
la asaltó la impresión
de que era observada,
descubrió, en una
ventana del segundo
piso del pabellón,
la media figura
de un hombre rubio
que vestía una blanca
camisa, desabrochada
en el cuello. Apenas
entrevista y la
aparición dejó de
ocupar el marco
de la ventana, lo
que la sumió en
una profunda melancolía
ya que no acababa
de comprender la
causa de que su
patrón mostrase
tan singular conducta.
Ni siquiera un saludo
le había hecho y
eso de que nadie
hubiera podido negar
que si ella le había
visto y reconocido
perfectamente, no
era una imagen borrosa
que digamos, él
también.
¡Cuánto
mejor no había sido
su encuentro en
la posada, o, con
varios años de anterioridad,
aquella primera
vez en el patio
del palacio de la
princesa!
¿Qué
podía sucederle
al caballero von
Reisenbach?, ¿es
qué acaso estaba
arrepentido de haber
llevado las cosas
tan lejos al protegerla?,
entonces, ¿por qué
lo había hecho si
ella nada le pidiera?
Cierto que su ingerencia
en la vida de la
muchacha semejaba
abocada a que ésta
dejase sus colocaciones
repentinamente,
pero él no debía
sentirse responsable.
Muy
mohína, Liesel,
se dijo que le estallaría
la cabeza si continuaba
reflexionando acerca
de todo aquello
que se escapaba
a su comprensión,
y que puesto allí
estaba, allí se
quedaría mientras
su destino no dispusiera
otra cosa.
Al
cabo se incorporó
retornando al pabellón
y a su sala de trabajo,
deseosa de reemprender
una tarea que no
era la habitual
pero con la que
debía cumplir puesto
que de su nueva
obligación trataba.
El caballero no
le había hablado
de salario, ni eso
se solía mencionar
entre amos y sirvientes;
de vez en cuando
el señor le daba
unas monedas a su
criado y no se hablaba
más ya que la manutención
y la ropa corrían
de cuenta del amo.
Aunque en este caso
von Reisenbach sostenía
que ella ya no era
una criada, y los
vestidos que le
habían sido llevadas
aquella mañana así
lo atestiguaban,
la incógnita persistía
en cuanto a emolumentos,
porque una cosa
es que la vistieran
y alimentaran y
otra que no dispusiera
de dinero en efectivo
para sentirse independiente.
Por suerte se había
llevado sus pequeños
ahorros, lo que
le otorgaba una
gran sensación de
libertad. Y no es
que Liesel fuera
desagradecida o
interesada, que
no lo era y menos
con el caballero,
pero no le agradaba
el depender totalmente
de nadie.
Se
reintegró a su aplicada
labor de amanuense
poniendo los cinco
sentidos en ella;
en cierto modo resultaba
un consuelo pensar
que si él escribía
en la habitación
contigua, ella también
le imitaba como
muda sombra y eso
les unía de alguna
forma.
Prosiguió
con el libro, conjunto
de textos reunidos
en traducción anónima
que englobaba varios
cuentos de hadas
de diversos autores
franceses, Perrault
y la condesa D’Aulnoy,
entre otros.
¿Por
qué se había enamorado
Bella de la Bestia?;
si bien no lo entendía
al principio luego
Liesel misma fue
siendo cautivada
por la ternura del
monstruo, que amaba
a Bella sin esperanza...
Suspiró, ¡qué lástima
que sólo fuese un
cuento!; a ella,
que ignoraba si
sus padres y hermanos
seguían vivos, no
le hubiera importado
nada quedarse para
siempre en el castillo
de la Bestia.
Le
dolían el índice
y el pulgar de tanto
que apretaba el
mango de la sutil
pluma de ave, además
se los había manchado,
le dolía la muñeca
y empezaron a escocerle
los ojos ya que
el día iba a su
fin y la habitación
principiaba a quedarse
en la penumbra,
buscó pues en torno
suyo con que alumbrarse
descubriendo sobre
una mesita auxiliar,
en medio de una
exquisita concurrencia
de bibelots,
un candelabro con
todas sus velas
por estrenar. Sonrió
brevemente; seguía
la magia del cuento.
De
manera imprevista,
la puerta que unía
la biblioteca con
la salita crujió
al ser accionado
su picaporte. Liesel
volvióse sobresaltada
por lo inesperado
del rumor y le descubrió
allí de pie, tal
como lo había visto
en la ventana, sin
casaca y con el
rubio cabello revuelto,
sólo que ahora se
hallaba mucho más
cerca y así pudo
advertir que su
expresión denotaba
fatiga e ingenuamente
pensó que debía
de haber dormido
pocas horas y por
ello daba muestras
de cansancio.
-Buenas
tardes, Liesel.
Ella
se levantó presurosa.
-Buenas
tardes, señor.
-Antes
he echado una ojeada
a tu trabajo, lo
estás haciendo muy
bien, muy limpio
y la letra muy clara
y legible.
-¿Lo
habéis visto todo?
-No,
todo no, sólo la
página última; revisarlo
cuidadosamente eso
lo haré contigo.
Ella
se ruborizó.
-Me
temo que entonces
no lo encontraréis
tan bien; han caído
muchas gotas de
tinta.
-Eso
carece de importancia.
Mañana, cuando acabes
de copiar el cuento
lo comentaremos
corrigiendo errores.
-¿Mañana?
–repitió ella como
un eco, pues tan
aplicadamente había
trabajado que sólo
le faltaban pocas
líneas para concluir
la copia.
Wilhelm
sonrió, borrándose
como por ensalmo
la gravedad de su
expresión.
-Mañana,
sí, pequeña Liesel,
por hoy ya he tenido
bastante literatura,
hacía mucho tiempo
que no me hallaba
tan inspirado.
-¿Habéis
comido... ? –se
atrevió a preguntar
la joven con timidez.
-Sí,
sí, hace un par
de horas... Cuando
escribo el tiempo
transcurre sin que
me de cuenta y hasta
el apetito se silencia
en aras de la creación...
Te irás acostumbrando
a mi ritmo de trabajo;
debo advertirte
que mientras escribo
no deseo ser interrumpido
bajo ningún concepto,
si es cosa baladí,
y que soy yo quien
avisa al servicio
cuando lo necesito.
Mas por hoy he concluido
y lo único que deseo
ahora es descansar,
por tanto cenaremos
en cuanto seamos
servidos y luego
me retiraré a mi
aposento; tú eres
libre de hacer lo
que te apetezca.
Liesel
le contempló desconcertada,
¿qué podía hacer
ella en el pabellón,
de noche, si no
era acostarse también,
ya que pasear por
el jardín en la
oscuridad no le
seducía en absoluto?
Pero dijo sumisamente:
-Bien
señor.
Wilhelm
la obsequió con
una mirada de ternura
del tipo de las
que se dedican a
los niños pequeños
y le regaló un elogio.
-Te
sientan muy bien
tus nuevas ropas.
Ella
volvió a ruborizarse.
-Las
enviaron del castillo,
me dijeron que pertenecían
a las sobrinas del
duque; espero que
no se enfadarán
porque yo las lleve.
Wilhelm
tuvo una sonrisa
indescifrable.
-Nada
temas; las... sobrinas
del duque, renuevan
muy a menudo su
vestuario pues para
ellas las modas
pasan con extrema
celeridad, y si
se dejaron aquí
los vestidos es
porque no los necesitaban;
el duque de Alt-burg
tiene merecida fama
de generoso –la
recorrió con mirada
crítica-. Te sienta
muy bien ese color
y, además, parece
como si en toda
tu existencia no
hubieras vestido
de otra manera.
-Gracias,
señor, así no os
dejaré en mal lugar.
Wilhelm
frunció el ceño.
-¿Por
qué habías de hacerlo?
-No
soy más que una
criada, señor.
El
caballero pareció
enojarse.
-“Eras”,
recuérdalo, no deseo
que lo olvides –y
como viese que ella
estaba al borde
de las lágrimas
por su acento un
tanto adusto, lo
dulcificó-. Han
sucedido demasiadas
cosas en poco tiempo,
¿no es cierto, Liesel?
-Si
señor –murmuró la
muchacha bajando
la vista.
-Bien
pues, olvidemos
el pasado y enfrentemos
con alegría el futuro;
descendamos que
la cena ya debe
aguardarnos.
Y
otra vez, como en
un cuento de hadas,
abajo, en el solitario
pabellón, les esperaba
la cena. Otto no
compareció y Wilhelm
le refirió a Liesel
de forma escueta,
a la vista del gesto
interrogativo de
ella que instintivamente
había buscado al
criado en la estancia:
-Le
di licencia a Otto,
ya que no lo necesitamos.
De hecho, Liesel,
ningún hombre debería
servir a otro, no
al menos en plano
de criado sino más
bien en el fraternal
de un amigo, y servir
no es la palabra
adecuada para representar
lo que tendría que
ser una libre contraprestación
de favores. Como
en los felices tiempos,
si es que existieron
en alguna ocasión,
y en los cuales
el dinero era desconocido
y las gentes intercambiaban
mercaderías. Ven,
sentémonos a la
mesa a ver con que
manjares nos sorprenden
esta noche los cocineros
del duque.