Esta
segunda cena en
el pabellón no
transcurrió silenciosa
a semejanza de
la víspera anterior;
Wilhelm, aun fatigado
por su trabajo
intelectual, estaba
mucho más locuaz
que la primera
noche de su estancia
allí, y como se
mostraba asequible
y sonriente, Liesel
empezó a sentirse
tranquila y cómoda,
casi tanto como
cuando se reencontraron
en la posada,
sólo que en aquella
ocasión ella le
servía y era feliz
atendiéndole,
mientras que ahora,
casi de igual
a igual no podía
ser lo mismo.
-¿Cómo
vas adaptándote
a tu nueva existencia?
–le preguntó amablemente
él, mientras le
acercaba una fuente
llena de aves
rellenas.
-Gracias...
Creo que bien,
señor.
A
él le pareció
divertida la respuesta.
-¿Crees?,
¿acaso no lo sabes?
-Sí
y no, señor.
Wilhelm
la contempló con
interés.
-Explícate.
Ella,
aunque sentía
que le ardían
las mejillas,
replicó con parte
de su antigua
viveza:
-Sé
que me estoy acostumbrando,
como me he acostumbrado
a todo en mi vida,
solo que antes
las cosas no eran
agradables...
-¿Y
qué es lo que
no sabes?
-Si
la confianza con
la que me honráis
no se verá defraudada
por mi parte.
El
caballero hizo
un vago gesto
con la mano.
-No
te preocupes pues
cierto estoy de
que todo irá muy
bien. En ti adivino
grandes prendas
que muy pronto
destacarán por
si solas... Y
no supongas que
hablo por hablar
a estas alturas;
me ha bastado
ver tu letra para
comprender que
tu buena disposición
es fehaciente.
Has demostrado
poseer mucha fuerza
de voluntad en
esta jornada ya
que te has encarado
con una tarea
para ti en nada
habitual, y has
pasado ese examen
a la perfección,
lo cual es admirable.
Ella
mordisqueó un
panecillo pensativa,
y, luego, levantando
la vista que mantenía
baja, le dijo
francamente al
caballero:
-No
es la primera
vez que escribo
varias páginas
seguidas... Cuando
el pastor Hofbauer
me enseñó llevado
de la bondad de
su corazón, cada
noche, en mi cuarto,
a la luz de una
vela, copiaba
de la Biblia las
historias del
Viejo Testamento
porque quería
saber escribir
muy bien, igual
que leer...
Wilhelm
la contemplaba
maravillado por
lo que escuchaba.
-¿Y
eso? –la interrumpió.
-Veréis,
señor, mi familia
era muy pobre
y cuando entré
a trabajar en
el palacio de
la princesa Charlotte
Theresa, mi gran
ambición consistía
en llegar a ser
una criada principal
del servicio de
su alteza... Pero
después, cuando
me echaron...
Bueno, una granja
no es sitio para
soñar en un futuro
mejor, afortunadamente
el pastor Hofbauer
y su esposa fueron
muy buenos conmigo
y entonces me
dije que si aprendía
bien a leer y
escribir tal vez
sería admitida
al servicio de
alguna dama anciana
que gustase de
la lectura por
boca de otros
y que también
precisara de que
alguien le escribiera
sus cartas dictadas,
o bien otras damas,
madres de una
extensa prole
pudieran necesitar
mis servicios
al cuidado de
sus hijos, ya
que no siendo
analfabeta, al
tiempo que les
cuidase, sería
una buena compañía
para ellos.
-¿Y
con semejantes
ideas entraste
a trabajar en
la posada? –se
extrañó él.
-Oh,
señor, no tenía
donde escoger
y me consolé pensando
que quizás allí
apareciese esa
dama de calidad
por la que pedía
en mis rezos cada
noche... Pero
nunca vino...
–concluyó ligeramente
melancólica, a
lo que él dijo
jovial:
-En
su lugar fui yo
quien lo hizo;
no sé si habrás
ganado con el
cambio.
Liesel
le miró a los
ojos fijamente
y con una tal
intensidad que
hizo que el poeta
se sintiera turbado.
-No
creo, señor, que
nunca en mi vida
hubiese podido
esperar fortuna
semejante como
la de estar a
vuestro servicio.
A
lo que Wilhelm,
sin saber en realidad
que decir, prefirió
callarse porque
no era cuestión
de volver a sermonearla
hablándole de
que el ser humano
ha de ser tratado
como igual y no
como siervo, aunque
tampoco se le
escapaba que no
era aquella la
respuesta que
tales palabras
requerían.
Concluyeron
de cenar en silencio
y al levantarse
Wilhelm de la
mesa, ella le
imitó porque suponía
que era el momento
de desearse las
buenas noches,
mas él la sorprendió
con una propuesta
inesperada.
-Está
acabando el cuarto
creciente y la
noche es muy clara,
supongo que mañana
o pasado habrá
luna llena, ¿te
place venir a
pasear conmigo
por el jardín?
-Si
es vuestro deseo.
Él
pareció molestarse
ligeramente.
-No,
Liesel, mi deseo
es una invitación,
nada que te imponga.
-Perdonad,
señor, no he querido
ofenderos... Tendréis
que disculparme
por mi torpeza.
Estoy acostumbrada
a obedecer, eso
es todo.
-Bien
está, olvidemos
el mal entendido
–repuso él intentando,
con una sonrisa,
desvanecer la
tirantez del momento,
y cediéndole el
paso galante,
juntos salieron
a los jardines
del parque.