El
pabellón del parque era
una rara joya arquitectónica,
que más semejaba el capricho
de una mente fantasiosa;
se trataba de un edificio
circular de dos pisos
y planta, pintado en color
beige claro y que
lucía la caperuza de un
alegre tejado bermellón.
La fachada hallábase decorada,
siguiendo el estilo de
las casas pintadas de
Baviera, con dibujos en
ocre que parecían escoltar
una especie de mandorla
frontal en la que campeaba
el escudo de armas de
los Alt-burg, y todo el
pabellón debía hallarse
siempre muy bien iluminado
por la luz del día a cualquier
hora ya que no había espacio
de la fachada que no revelase
ventanas, e incluso la
planta no mostraba más
que la sucesión de numerosas
puertas encristaladas.
Cuando penetraron en su
interior, Liesel quedó
boquiabierta ante el lujo
que se acumulaba allí,
muebles de maderas preciosas,
tapices, cuadros, cortinajes,
espléndidas lámparas de
cristal. ¿Y eso era un
pabellón, un pabellón
de qué?, no de caza, precisamente
puesto que todo en el
resultaba exquisitamente
femenino. El descubrimiento
de un arpa en un rincón,
y de un clave en otro,
hizo que Wilhelm le comentase,
al seguir su absorta mirada:
-El
duque es viudo y este
pabellón lo hizo construir
para su esposa y bajo
sus indicaciones ya que
era una princesa bávara,
dama que amaba la música
solazándose ella misma
en su ejecución. La duquesa
gustaba de hacer reuniones
musicales aquí, prefiriéndolo
con mucho, a otras salas
del castillo... De hecho
siempre afirmó que este
lugar era un templo dedicado
al arte.
Liesel
dijo en un susurro, como
si estuviera dentro de
una iglesia:
-Es
muy hermoso.
-En
efecto, ven, subamos,
que quiero enseñarte tus
habitaciones.
-¿Vos
conocéis este pabellón?
–preguntó ella intimidada
por tanta grandeza.
-Sí,
hace años, en vida de
la duquesa yo también
fui uno de los asiduos
a sus veladas musicales.
Como
Liesel no tenía malicia
y Wilhelm habló con naturalidad,
lo que menos pudo sospechar
la joven fue que la duquesa
de Alt-burg y su protector
hubieran sostenido un
apasionado idilio mientras
el esposo de aquella estaba
en la corte requerido
por el príncipe. Aunque,
en descargo del poeta
tenemos que decir que
él, como siempre, no fuera
quien tomase la iniciativa
pues con la experiencia
de la dama sobraba.
Subieron
la escalera que conducía
al primer piso y Wilhelm
informó a la muchacha
de que allí había dos
puertas, la primera perteneciente
a una bien nutrida y espaciosa
biblioteca y la otra a
un pequeño saloncito,
lo de pequeño era un término
muy relativo, en el que
había un escritorio y
unas coquetonas librerías;
él, que se lo estaba mostrando
mientras sostenía la puerta,
agregó:
-Aquí
trabajarás tú en la copia
de mis escritos...
-¿Y
vos, señor? –interrumpió
ella muy sorprendida.
-En
la biblioteca, por supuesto,
¿no te has dado cuenta
hace un momento, de que
en ella, en un ángulo,
había otro escritorio?
La duquesa lo dispuso
de tal suerte en una de
mis estancias. Por su
generosidad le dediqué
una selección de versos.
-¿Los
Versos Azules?
–se atrevió a inquirir
tímidamente Liesel.
-No.
Como antes de casarse
fuese muy aficionada a
la caza, escribí para
la duquesa una colección
de poemas titulada Diana
cazadora... Algo muy
personal, sólo para ella.
-Ah
–musitó impresionada la
muchacha, y se sintió
muy pequeña y ridícula
frente a todo aquello
que la sobrepasaba: un
puesto de amanuense para
la insignificante Liesel,
la fregona de las manos
rojas, y un pabellón principesco
substituyendo a la Posada
del sauce, a la rectoría
de un pastor, a una granja,
a una casa miserable...
¿Habría nacido bajo cierta
estrella bondadosa que
empezaba a colmarla de
dones? Su amo tenía razón
al molestarse con aquella
indumentaria funeral que
se había comprado; desentonaba
en el ambiente.
Continuaron
hasta el segundo piso,
la muchacha un poco decepcionada
al comprender que iban
a estar trabajando en
salas independientes,
pero así estaba dispuesto.
En
el último piso se hallaban
los dormitorios, cuatro
puertas, exactamente,
daban acceso a ellos.
Su guía señaló la primera
y comentó indiferente:
-Mi
dormitorio.
Pasaron
ante la segunda y ella
se percató de que a él
se le nublaba ligeramente
el semblante en ese preciso
momento. La tercera puerta
fue abierta por Wilhelm
con cierta brusquedad.
-Esta
es tu habitación –dijo
sin más, y ella se quedó
deslumbrada frente al
lujo que allí había desplegado-.
Luego subes tus cosas
–indicó él amablemente.
Al
salir, quedaba en el extremo
del rellano la última
puerta y Liesel preguntó
inocentemente:
-¿Será
ese el dormitorio de vuestro
criado? –pues la pobre
chica no estaba muy al
tanto de las jerarquías
que conllevaba el servicio
de un caballero soltero,
poeta por añadidura, y
que se hospedaba como
huésped principal en las
tierras de magnánimos
duques.
Wilhelm
la contempló como si hubiera
dicho un disparate, pero
luego sonrió indulgente.
-Detrás
del pabellón hay un pequeño
establo y, encima, un
cuarto, allí se alojará
el sirviente.
Iban
a bajar la escalera, y
él, deteniéndose, la cogió
con suavidad por los hombros
mirándola rectamente a
los ojos; ante ese contacto
inesperado, ella se estremeció
mas permaneció pasiva
aunque el corazón empezase
a latirle muy deprisa.
-Liesel,
en este pabellón no hay
criados, quiero que te
lo metas bien profundamente
en la cabeza. Tú eres
una señorita y yo...-titubeó
ligeramente-, yo tu mentor.
Me he propuesto educarte,
transformarte, porque
adivino en ti grandes
cualidades que tienen
que desarrollarse ya que,
como dice Jean Jacques
Rousseau: “toda la educación
de las mujeres debe ser
relativa a los hombres”...
El mundo en el cual vivimos
se halla abocado a una
nueva era de progreso,
fraternidad e igualdad,
una paradisíaca Arcadia
en la que todos seremos
mejores y mucho más felices,
no sé si me comprendes
del todo, pero...
Liesel
le sorprendió con su sencilla
respuesta:
-Os
comprendo, señor, y procuraré
no defraudaros.
La
verdad es que entendía
bien poco, sólo que él
deseaba darle acceso a
un mundo mejor que el
conocido hasta ahora y
eso le bastaba, no pretendía
ir más allá de tan buenas
intenciones; no era maliciosa,
ya se ha comentado antes,
y por otra parte, que
tan gentil caballero la
hubiese tomado bajo su
tutela, henchíala de un
conmovido agradecimiento.
No
es que Liesel fuera tonta
o rematadamente ingenua;
había vivido lo suficiente
como para saber que era
la existencia y no ignoraba
nada que tuviese que ver
con los misterios de la
vida; trabajando en una
granja, tiempo ha que
había descubierto muchas
cosas que si en un principio
le asquearan, luego fueron
aceptadas por ella resignadamente.
Esto no significa que
hubiera perdido la doncellez
entre los brazos de algún
gañan atrevido u otro
hombre menos patán, sino
que la vida, en contacto
con la naturaleza, enseña
mucho con el apareamiento
de los animales... y el
de las personas, cuando
estas no son precisamente
discretas en sus escarceos,
y una ha dejado ya de
ser niña ciega y sorda
ante lo evidente.
Liesel
no ignoraba que los hombres
la consideraban deseable,
ya que muchos se lo habían
dicho en galanteos más
o menos torpes, y el posadero
al pedirle que se casara
con él, pero frente a
Wilhelm todo era distinto,
sencillamente no considerábase
a su altura y si él la
honraba con una sonrisa,
que la había honrado con
mucho más al arrancarla
del peligro que para ella
representaba Herr Hauptmann,
bien estaba, si él la
llevaba al pabellón, bien
estaba, y si él la hubiese
conducido a su lecho,
bien estuviera, porque
ella le amaba desde los
13 años siendo el suyo
un amor tan distante y
respetuoso que sólo se
alimentaba de sueños imposibles
no esperando nada a cambio;
ella no era nadie y él
lo era todo.
-Bueno,
muchacha, entonces ya
está dicho cuanto había
que decir.
Liesel
parpadeó porque la voz
del caballero acababa
de sustraerla de sus pensamientos.
-Si
señor.
Wilhelm
apartó las manos de los
frágiles hombros de ella.
-Descendamos.