Terminaron
de bajar la escalera en
silencio, pronto quebrado
con la entrada de varios
sirvientes del castillo,
portadores de la cena
quienes habían venido
en un carricoche dejado
a varios metros de la
casa, en el camino que
a ella conducía. Liesel
hubiera deseado ayudarles,
mas una imperiosa mirada
de advertencia de su protector,
la inmovilizó.
Puesta
la mesa y desaparecido
el oficioso servicio,
ambos huéspedes cenaron
con verdadero apetito,
un poco cohibida la muchacha
ante la llaneza del trato
que recibía pero no acomplejada
por su falta de modales
en la mesa -en casa del
pastor tiempo había tenido
de aprenderlos pues comía
con ellos-, y apenas el
sol acababa de esconderse
tras el horizonte, Wilhelm,
cogiendo uno de los candelabros
le dijo a ella que hiciese
otro tanto, e, indicándole
que ya era el momento
de retirarse a descansar,
la precedió y empezaron
de nuevo a subir la escalera.
Llegados
al segundo piso, él la
acompañó amablemente hasta
la puerta del dormitorio
que le había adjudicado,
y, entonces, extrayendo
de la cerradura su llave,
se la tendió con una sonrisa
tranquilizadora.
-Te
autorizo a que te cierres
por dentro si así lo deseas.
Liesel
no supo que responder;
desde que, en el término
de breves minutos su existencia,
había cambiado aquella
misma mañana con tan vertiginosa
rapidez, la viveza que
la caracterizaba parecía
haberla abandonado; a
su desenvoltura habitual
había seguido una cortedad
inexplicable cada vez
que él le comentaba algo,
y a su iniciativa, la
vacilación acerca de si
lo que fuese a hacer iba
a gustarle a su nuevo
patrón o no. Después del
asunto de los vestidos,
empezaba a dudar respecto
a lo acertado de sus propias
decisiones.
Contempló
la llave en silencio,
una llave pesada y muy
grande y la cogió a regañadientes
sólo porque él no iba
a estarse toda la noche
sosteniéndola. Como no
era una dama no comprendió
a que venía aquella entrega
caballerosa en la que
iban implícitas muchas
respuestas a preguntas
no formuladas, y como
era, perdón, había sido
hasta el momento una criada,
no acabó de entender el
por qué de un gesto para
ella retórico: pues si
el amo quiere y la sirvienta
consiente, la puerta permanece
abierta.
-Buenas
noches, señor –dijo en
voz queda y con los ojos
bajos.
-Buenas
noches, pequeña Liesel,
que tengas felices sueños.
Ella
empujó la puerta con la
punta del pie y volvió
el rostro un instante
para mirarle muy seria.
-Sólo
cerraba la puerta de mi
dormitorio en la posada,
cuando me iba a dormir,
pero aquí no creo que
sea necesario, señor.
Wilhelm
sintió que sus mejillas
enrojecían, mas al resplandor
oscilante de las llamas
de los candelabros, el
rubor pasó desapercibido.
-En
efecto, tienes razón Liesel,
aquí no es necesario,
buenas noches.
La
muchacha ajustó suavemente
la puerta mientras él
se alejaba por el rellano.
Aquella
noche, y pese a lo cansados
que se encontraban, ninguno
de los dos pudo dormirse
enseguida. Liesel daba
vueltas y más vueltas
en la cama, inquieta porque
temía despertar de un
sueño maravilloso en lugar
de estar viviéndolo, y
Wilhelm, porque, e ignoraba
la causa, se hallaba desasosegado
y tenso cuando debiera
sentirse satisfecho de
la buena obra realizada:
el haber rescatado a aquella
jovencita de las zarpas
de un individuo como el
posadero Hauptmann. A
media noche ya no pudo
aguantar más y se levantó
saliendo al rellano con
la intención de bajar
a la biblioteca para escribir,
regresando de nuevo a
su poema inacabado La
cierva herida, recurso
extremo ya que siempre
le vencía el sueño mientras
intentaba concluirlo.
Y así lo hizo. Sus pasos
resonaron en el silencio
de la noche descendiendo
por la escalera mientras
él mantenía en alto el
candelabro sobre su cabeza,
luego cedió la puerta
de la biblioteca con un
sordo crujido y crujió
la butaca en donde tomó
asiento. Levantó la tapa
del escritorio, buscó
en un cajoncillo papel
y se puso a escribir,
ya que pluma y tinta le
aguardaban. Como se lo
sabía de memoria, se puso
a retocarlo y a medida
que avanzaba el tiempo
y se consumían las velas
fue escribiendo, escribiendo,
escribiendo... y el milagro
tuvo lugar ya que antes
de que la aurora se insinuase,
el poema, finalmente,
había sido concluido con
toda felicidad. Él, muy
contento, estuvo a punto
de escribir bajo el título:
para Liesel, pero
se contuvo considerando
que no era prudente el
hacerlo por más que la
muchachita se lo hubiese
inspirado; en la nueva
versión la cierva era
herida superficialmente
al caer en una trampa
y no moría siendo salvada
posteriormente por un
joven poeta de paso por
aquellas tierras; tal
vez hubiera perdido dramatismo
al convertirse en un canto
a la esperanza, sin embargo,
él lo prefería de tal
manera, sin percatarse
conscientemente de las
similitudes que el poema
encerraba con su propia
conducta.
De
vuelta al dormitorio,
menguadas las luces del
candelabro, y ya somnoliento,
se detuvo un instante
delante de la puerta del
cuarto de la muchacha
dado que frente a el concluía
la escalera. La puerta
no habíase cerrado ni
siquiera con la presión
del picaporte; había sido
levemente ajustada nada
más, permaneciendo ahora
dos centímetros abierta
a una apacible oscuridad.
Sin pretenderlo, Wilhelm
escuchó el denso silencio
roto sólo por el murmullo
de una suave respiración:
la hermosa Liesel descansaba
de las fatigas de un día
único en su vida, sorprendente
para ella... y también
para él. Recordó el cuento
de aquel cortesano francés,
monsieur Perrault, un
largo sueño de cien años
y el hijo del rey que
se pierde en la espesura
para acabar despertando
a la bella del bosque
durmiente.
Sonrió
con cierta amargura, la
otra puerta pertenecía
a ese dormitorio en el
que latente estaba el
recuerdo de una hermosa
mujer maestra en placeres
insospechados, que le
había enredado en la tela
de araña de cierta conmovedora
historia hecha de abandono
e infidelidades por parte
de su marido el duque
de Alt-burg, y él, joven
e impresionable, había
caído en la red de unos
brazos ansiosos que pretendían
consuelo.
Sacudió
la cabeza con disgusto
mientras entraba en su
aposento; ¡cuán distintas
la una de la otra!, la
duquesa una lamia, su
cándida protegida, un
ser todo pureza e inocencia
al que la existencia miserable
que había llevado no consiguiera
pervertir, pensó, con
ese singular tipo de enjuiciamiento
del que hacen gala muchos
hombres al olvidarse de
que ellos no son ángeles
precisamente.
El
poeta se acostó con la
tranquilidad de conciencia
de los justos, quedándose
dormido en el acto.
Mientras,
en su aposento, a muy
pocos pasos del de Wilhelm,
la joven Liesel se estremecía
agitada por unos húmedos
sueños cuya índole exacta,
afortunadamente, no recordaría
al despertarse.