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Era su primer día de trabajo en el palacio y la muchachita, una escuálida niña morena de 13 años y humildísima extracción, se hallaba inmersa en el esfuerzo que supone en una criatura de esa edad, el realizar sus tareas lo mejor posible, consistente éstas ahora en acarrear un pesado haz de leña.

Se había levantado antes de que saliera el sol según era la costumbre familiar, aunque en aquella ocasión el día iba a ser completamente distinto a los demás; se arregló lo mejor que pudo las pobres ropas, lavándose la cara previamente, y se peinó con esmero, su madre no cesaba de darle prisa y cuando la vio dispuesta a marchar, se arrebujó en el chal de ir a la iglesia, y, sin concederle tiempo para despedirse de nadie, sus hermanitos dormían y su padre roncaba sumido en un dichoso sueño etílico, la empujó nerviosamente hacia el exterior de la vivienda. Luego, con las primeras luces del alba, atravesaron el pueblo subiendo la colina cuya cima coronaba la blanca mansión palaciega de la princesa Charlotte Theresa de Landeinwärts.

La estructura arquitectónica del palacio Landeinwärts -de reminiscencias afrancesadas ya que poco tenía de la maciza solidez germánica-, distribuíase armoniosamente repartida en tres cuerpos, el central y las dos alas, que, perfectamente adaptados sobre el terreno en el cual asentábanse, comunicaban la sensación de ofrecer una curva en sus extremos en virtud de las escalinatas que a derecha e izquierda de la fachada, descendían con gracia hasta los primeros setos del parque, aunque no sería éste precisamente el camino por donde aquella criatura y su madre entrarían en los dominios de la princesa, sino dando un rodeo que llevaba a la parte posterior, la zona destinada al servicio y a las caballerizas.

La niña contempló embobada tanta magnificencia, imaginando por un instante que se había muerto y estaba ante las puertas del cielo, en donde no puede existir nada más que la felicidad para quienes tengan la suerte de alcanzarlas.

Como eran esperadas en las cocinas -otro paraíso insólito y maravilloso en el cual la comida se amontonaba por preparar en cestos y bandejas, pendían del techo exquisiteces y el brillo del cobre reluciente presagiaba banquetes suntuosos e inimaginables-, les fue rápidamente franqueado el paso, y la madre dejó a la niña entre criadas y marmitones y a las órdenes de una cocinera de temible aspecto, o tal le pareció a la chiquilla, con la maternal advertencia de que se portase bien y fuera obediente, después se marchó sin un beso pero lanzándole una mirada amenazadora que venía a presagiar muchas cosas desagradables cuya lección la muchachita tenía bien aprendida a lo largo de su corta edad.

Cinco hermanos pequeños, dos gemelos, y ella, eran seis bocas que alimentar, un padre perpetuamente borracho y una madre que trabajaba de lavandera, no propiciaban las efusiones precisamente, ya que la felicidad, para aquella familia, consistía ni más ni menos que en poder comer con cierta regularidad y ahorrar lo suficiente como para pagar el alquiler de la casucha en la cual se hacinaban; la niña interpretó fácilmente lo que su madre quería advertirle frunciendo el ceño y se dijo que no iba a volver al hogar derrotada, que se quedaría para siempre en el palacio convirtiéndose en una de las criadas principales, vestida con limpias ropas nuevas y cofia blanca, comiendo cada día varias veces y ayudando a los suyos con el salario que ganase; aquella última mirada de la madre endureció su pequeño corazón y dejó de pensar entristecida en Renate, la hermana que la seguía con once años escasos y que a partir de entonces vendría a ocupar su lugar en la casa paterna cargando con cuantas responsabilidades heredaba de ella: los niños, la comida, y el padre, responsabilidades que hasta el momento sólo había compartido a medias. Dejó de preocuparse por Renate, de su salud frágil, de su pereza congénita, para enfrentarse valientemente con aquel nuevo destino, del que tanto se esperaba.

Cuando se fue la madre, de repente, todos parecieron olvidarse de ella durante unos minutos. La niña permanecía en pie junto al hogar encendido -donde algo gorgoteaba entre deliciosos aromas en una marmita colocada encima de un trípode negro de hollín-, las manos cogidas apretadamente sobre su delantal, y los ojos, ya de por sí enormes, muy abiertos por el espectáculo que se ofrecía a su mirada; todos trabajaban sin cesar mientras la cocinera iba dando órdenes en un tono regañón que no admitía réplica. De pronto se acordó de la existencia de la chiquilla y, pegando un bufido, le gritó:

-¿Qué haces ahí parada?, deja tu hatillo en cualquier parte y ven a desayunar, que, con lo flaca que estás, si no comes, te nos desmayas en cuanto empieces la faena que te aguarda... ¡Vivo!, ¿a que esperas?

Asustada, la criatura hizo lo que le decían y pronto se encontró delante de un humeante tazón de leche con gachas, que le dio la impresión de ser lo más exquisito que había probado en toda su vida; después comenzó la jornada laboral.

Le hicieron rascar el interior de varias ollas en las que los alimentos se habían quedado agarrados al fondo por descuido en su vigilancia, mientras estaban en el fuego, luego tuvo que ayudar a secar lo que se le antojó una legión interminable de platos, vasos y copas, más tarde, ir al patio empezando a traer cubos de agua del pozo que en su centro se abría, a continuación tuvo que barrer ese patio y acto seguido la enviaron a la leñera, que se encontraba cerca de las cocheras, para que trajese dos haces que se necesitaban.

Después de haber terminado de secar los platos, la cocinera había desaparecido, para recibir órdenes del ama de llaves, según pudo oír que comentaban, y como no volviera durante mucho rato, el resto del servicio de las cocinas se ensañó con la recién llegada divirtiéndose a su costa, de ahí lo del trasiego con los cubos de agua y el mandarla a por la leña una vez haberle ordenado barrer el patio. La niña estaba ya agotada porque en su casa no había tanto movimiento y siempre podía descansar si hallábase fatigada pues su padre o dormía o estaba en la taberna, y su madre no regresaba hasta pasado el medio día, pero, fiel al deber contraído, se encaminó a la leñera, un pequeño cobertizo en la explanada trasera del edificio, dispuesta a cargar con unos haces que abultaban más que ella; en esa tarea estaba cuando oyó rumor de caballos y las voces del conductor en señal evidente de que abandonaban las cocheras. A ella le hubiera gustado ver el carruaje, porque sabía que los coches de los príncipes solían ser magníficos según se afirmaba, pues nunca había tenido la oportunidad de contemplar alguno, mas reprimió su curiosidad en la esperanza de que otro día tendría mejor suerte, y cargó con uno de los haces, ya que con ambos no podía, dado que en lugar de un viaje haría dos.

Al salir del cobertizo se dio cuenta de que el acarreo de la leña no iba a ser tarea nada fácil, pero, determinada a realizar el encargo, pretendió cargarlo sobre su descarnada cadera, y, sacando fuerzas de flaqueza, empezó a avanzar lentamente sintiendo como la sangre le subía a la cara debido al esfuerzo. De repente, un obstáculo en el terreno, una losa desigual, tal vez una piedra, la hizo trastabillar, perder el equilibrio y caerse junto con el haz que sujetaba, como si en el empeño le fuese la vida. En tan humillante posición escuchó los ladridos lejanos de un perro y breves instantes después, pasos que se acercaban. Intentó incorporarse y antes de que pudiera conseguirlo vio delante de ella unas botas relucientes y los brazos de alguien la levantaron del suelo como si fuera una pluma, lo que en realidad venía a ser ya que medía un metro cincuenta y su peso no era el correspondiente a la estatura.

 

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