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-¡Pobre criatura!, ¿te has hecho daño?... ¿Es que no tenéis a vuestro servicio mozos para realizar tales menesteres, alteza? ¿Es preciso explotar a los niños hasta este extremo?

La chiquilla contempló deslumbrada al que así hablaba, un joven alto, apuesto, vestido con ropas de viaje, de cabellos rubios en suelta melena, claros ojos azules, y rostro extraordinariamente hermoso, pudiendo asegurarse que no se trataba de una apreciación suya al no tener otros elementos comparativos, ya que el desconocido era igualmente considerado entre la élite femenina de la sociedad a la cual pertenecía.

Una voz de mujer se escuchó a espaldas de la niña.

-¡Oh, Wilhelm, tenéis un espíritu demasiado revolucionario en todo, lo cual no cesa de acarrearos problemas! No es más que una criada y se ha caído, ¿vamos a llorar por eso?

-Tal vez deberíamos, señora –manifestó él con gravedad.

La muchachita se volvió a mirar a la dama, una mujer espléndida en la madurez de su treintena, aunque no precisamente una belleza, pero sí muy bien maquillada, e irreprochablemente vestida y enjoyada a la moda tal como debía ir una aristócrata en plan campestre, ya que en el campo estaban; desde sus brazos, un falderillo blanco como la nieve, parecía contemplar a la niña con altivez.

A ésta, la princesa se le antojó un ángel y, el caballero, poco menos que un rey, pues las ropas de calidad y el porte de ambos semejaban no poder ser otra cosa que patrimonio de seres extraordinarios a los ojos de tan insignificante personilla.

-¿Cómo te llamas?

-Liesel, señor.

-Liesel... Bonito nombre que suena a canto de pájaros... Pues bien, Liesel, ¿adónde ibas cargada con este fardo?

-A las cocinas, señor.

-¡Y allí es a donde va a volver inmediatamente!

La niña, asustada ante el encolerizamiento de la dama, se apresuró a recoger el haz de leña.

-¡Alto!... No pequeña Liesel, regresa a la cocina sin el fardo, que de él se encargarán otros.

Charlotte Theresa tragó con dificultad; de no tratarse, quien así la ponía en evidencia ante aquella miserable moza, de uno de los más prometedores poetas del país, en entredicho debido a sus ideas libertarias, sí, pero ya famoso en toda Europa y honrado incluso por monarcas que leían sus versos, gustosa hubiera reaccionado de otra forma muy distinta, mas, aparte, el joven le atraía sobre manera y resultaba para ella una cuestión de amor propio introducirlo en su alcoba, cosa que hasta el presente no había podido conseguir pese a haberle hecho un gran favor en los últimos días evitando su destierro al verse Wilhelm incriminado en una acusación de deslealtad hacia la persona del príncipe reinante, motivada por cierta oda en exceso subversiva.

La niña, mientras, observaba al desconocido con esa fijeza que para unos puede resultar impertinente, para otros de mala educación, y que no es en realidad sino pura inocencia, como se puso de manifiesto enseguida con las palabras que pronunció:

-Muchas gracias, señor, nunca olvidaré vuestra bondad.

Le hizo una torpe reverencia, olvidándose de la princesa, y echó a correr en dirección a las cocinas escoltada por un agudo ladrido del perrillo.

Wilhelm y Charlotte Theresa quedaron solos, y ella, que hervía de indignación, apenas pudo contenerse al exclamar en son de queja:

-¡Si me hubierais fustigado no me habríais ocasionado afrenta mayor!

Él la miró sorprendido.

-¿Qué estáis diciendo? No os comprendo.

-Lo creo, de lo contrario os habríais dado cuenta de que os habéis puesto en mi contra y a favor de una fregona de las cocinas.

-No, señora, me he puesto al lado de la justicia, no en vuestra contra. Esa niña no debía haber sido cargada como una acémila cuando robustos mozos hay en vuestra servidumbre que pueden transportar sin esfuerzo la leña.

-Lo sé mejor que vos, y para vuestra tranquilidad os diré que yo no di esa orden, pero que no voy a discutirla en el patio y menos delante de semejante criatura.

-Es un ser humano, como vos y como yo, con los mismos derechos...

-¡No Wilhelm, por ahí no transijo, que ya bastantes quebraderos de cabeza han ocasionado las ideas de monsieur Voltaire!

A Wilhelm se le endurecieron las facciones.

-Como gustéis, alteza, he olvidado a quien me dirigía.

“-Si que lo has olvidado –pensó ella resentida-, te enfrentas conmigo, me discutes, me haces quedar en ridículo delante de una desgraciada al cuestionar mi autoridad, e incluso te muestras indiferente ante mis insinuaciones cuando te he llevado al salón chino bajo el pretexto de que, antes de marchar, quería que admirases la cajita de laca que me fuera regalada hace poco por el tullido de mi esposo... Lo has olvidado, y yo, que he sido tan condescendiente contigo, llegando incluso a suplicar al príncipe nuestro señor... ¡Debo de estar envejeciendo!”

-Os acompaño al carruaje Wilhelm.

Le vio partir muy seria, con el cálido recuerdo de su beso cortesano sobre el dorso de la diestra, lo único que había podido conseguir de él en los dos días de estancia en su palacio, este beso y el de la llegada, nada más, le había salvado del destierro y esa fue toda la recompensa obtenida, aunque tal vez se debiera a que su marido, incapacitado en una silla, viviese en el palacio, pues no se separaba de ella desde que la gota le apartó para siempre de la vida mundana, mas, por otra parte, los poetas no dejan de ser unos individuos de los más extraño; viven en las nubes, entre versos, suspirando por amadas intangibles, y no vacilan, apenas se les presenta la ocasión, en meterse en conflictos en los que interviene la ideología política, ¿por qué?. Precedentes cercanos los tenían ya con ese joven médico militar, Herr Schiller, y su obra teatral Los Bandidos, que hacía poco más de un año, le habían valido a éste la prohibición del duque Karl Eugen de escribir más comedias, por lo cual tuvo que huir del vecino Wüttemberg hasta la Turingia, y ahora Ernst Johann Wilhelm von Reisenbach, semejaba complacerse en emularle –hasta en la manía de unificar los estados por medio del idioma-, como si el hacerlo, en lugar de representar un riesgo, fuese tan sólo una fiebre primaveral inofensiva... ¡Poetas visionarios!

Cabizbaja regresó al interior del palacio y después hizo comparecer al mayordomo.

Antes de que el sol se pusiera, la pequeña Liesel hacía el camino de regreso a su casa sin entender bien la causa del por qué había sido despedida para siempre, de la mansión de la princesa Charlotte Theresa.

 

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