IV
CENTENARIO DEL QUIJOTE
EL INGENIOSO HIDALGO DON QUIJOTE DE LA MANCHA –fragmento-
Miguel
de Cervantes Saavedra
Capítulo
Primero
Que
trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote
de la Mancha
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no
ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero,
adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo
más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos
los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura
los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto
della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas
con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba
con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba
de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y
un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba
la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta
años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro;
gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el
sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia
en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas
verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa
poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga
un punto de la verdad.
Es,
pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba
ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías
con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio
de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a
tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas
de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en
que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos;
y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso
el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa,
y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y
más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío,
donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón
que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que
con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando
leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente
con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento
que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones
perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas,
y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera
el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba
muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque
se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado,
no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices
y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro
con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces
le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra
como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera
con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Tuvo
muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre
docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero,
Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero
del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo,
y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano
de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para
todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano,
y que en lo de la valentía no le iba en zaga.
En
resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban
las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en
turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el
cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía
de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos,
como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores,
tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en
la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas
soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia
más cierta en el mundo.
Decía
él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que
no tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de
sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales
gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio, porque en Roncesvalle
había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la industria
de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre
los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con
ser de aquella generación gigantesca, que todos son soberbios
y descomedidos, él solo era afable y bien criado; pero sobre todos
estaba bien con Reinaldos de Montalbán, y más cuando le veía salir
de su castillo y robar cuantos topaba, y cuando en Allende robó
aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia.
Diera él, por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al
ama que tenía y aun a su sobrina de añadidura.
En
efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento
que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible
y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio
de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el
mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse
en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes
se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose
en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre
y fama.
Imaginábase
el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del
imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos,
llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a
poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fue limpiar
unas armas, que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de
orín y llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas
y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor que
pudo; pero vió que tenían una gran falta, y era que no tenía celada
de encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria,
porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada
con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad
que para probar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una
cuchillada, sacó su espada, y le dió dos golpes, y con el primero
y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó
de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos,
y por asegurarse de este peligro, lo tornó a hacer de nuevo, poniéndole
unas barras de hierro por de dentro de tal manera, que él quedó
satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia
de ella, la diputó y tuvo por celada finísima de encaje. Fue luego
a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más
tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis, et ossa
fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca
el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar
qué nombre le podría: porque, según se decía él a sí mismo, no
era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él
por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele,
de manera que declarase quien había sido, antes que fuese de caballero
andante, y lo que era entones: pues estaba muy puesto en razón,
que mudando su señor estado, mudase él también el nombre; y le
cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden
y al nuevo ejercicio que ya profesaba: y así después de muchos
nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer
en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante,
nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había
sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes
y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre y tan
a su gusto a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este
pensamiento, duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar
DON QUIJOTE, de donde como queda dicho, tomaron ocasión los autores
de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada,
y no Quesada como otros quisieron decir. Pero acordándose que
el valeroso Amadís, no sólo se había contentado con llamarse Amadís
a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria, por hacerla
famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero,
añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse Don Quijote
de la Mancha, con que a su parecer declaraba muy al vivo su
linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.
Limpias,
pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su
rocín, y confirmándose a sí mismo, se dió a entender que no le
faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque
el caballero andante sin amores, era árbol sin hojas y sin fruto,
y cuerpo sin alma. Decíase él: si yo por malos de mis pecados,
por por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante,
como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le
derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o finalmente,
le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quién enviarle presentado,
y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga
con voz humilde y rendida: yo señora, soy el gigante Caraculiambro,
señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla
el jamás como se debe alabado caballero D. Quijote de la Mancha,
el cual me mandó que me presentase ante la vuestra merced, para
que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante? ¡Oh, cómo
se holgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso,
y más cuando halló a quién dar nombre de su dama! Y fue, a lo
que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora
de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque
según se entiende, ella jamás lo supo ni se dió cata de ello.
Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien darle
título de señora de sus pensamientos; y buscándole nombre que
no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se encaminase al de
princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso,
porque era natural del Toboso, nombre a su parecer músico y peregrino
y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había
puesto.
Fin del primer capítulo
8.1.2005