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DICKENS
Y LA NAVIDAD © Estrella Cardona Gamio
La primera vez que leí Cuento
de Navidad de Charles
Dickens, fue precisamente en esas fechas, cuando yo era
adolescente, antes, cosa extraña, no había tenido ocasión, y entonces
tampoco fue lo que diríamos una lectura muy ortodoxa, porque lo
leí convertido en cómic, eso sí, un cómic muy fiel al original
que aparecía en una revista como suplemento-regalo navideño. Los
dibujos eran magníficos y la historia, ¿qué os voy a decir que
nos sepáis ya?; a mí me impresionó y mucho, pero continué sin
leer el original, no por ningún tabú en concreto sino, así de
sencillo, porque el libro no cayo en mis manos.
Años después, el cine me trajo
de nuevo la historia protagonizada por Albert Finney, un estupendamente
odioso Ebenezer Scrooge, y la magia del relato
se hizo presente otra vez... hasta que, por fin, con toda una
vida de retraso, pude leerlo.
Charles
Dickens escribió Cuento de Navidad en 1843, entonces
se denominó –y este es su verdadero titulo-, A Christmas Carol,
Canción de Navidad, traducido aquí por Cuento
de Navidad que es como se le conoce, y lo escribió
por encargo prácticamente; se necesitaba un cuento de Navidad, y
constituyó todo un éxito, luego vendrían más, pero ninguno alcanzaría
el mismo impacto, ni siquiera El grillo del hogar,
que, después del que nos ocupa, tiene mucha nombradía.
El
acierto del Cuento de Navidad se basa en que la fábula
recurre a los fantasmas –de hecho Dickens lo subtituló Cuento
navideño de fantasmas-, y a esos tres famosos Espectros,
el de las Navidades Pasadas, el de las Navidades Presentes
y el de las Navidades Futuras, que consiguen atemorizar al
viejo avaro de Ebenezer Scrooge aunque también le
ofrezcan una oportunidad de arrepentimiento por ser Navidad, y el
egoísta Scrooge se redime, pero no sólo por Navidad
sino para siempre.
(Se
convirtió en tan buen amigo, tan buen señor, tan buen hombre, que
fue el mejor del que se había sabido en toda aquella buena y vieja
ciudad o en cualquier otra buena y vieja ciudad, pueblo o barrio
de este bueno y viejo mundo.)
Es decir, la moraleja
se halla en que cualquier persona no debe hacer “limpia” por esas
fiestas y luego continuar igual que siempre; la “limpia” ha de
permanecer, no se trata de dar una limosna para acallar nuestra
conciencia. Scrooge cambia para siempre y es así
como debe ser, de ahí la lección que se desprende de este cuento
victoriano, por otra parte el hábil cuadro de unos estratos de
la sociedad no muy piadosos e incluso oportunistas –las mujerucas
y el de la funeraria que llevan a mal vender el menguado botín
robado a un muerto-.
Según
sus biógrafos, Charles Dickens amaba la Navidad y disfrutaba
en ella, como un chiquillo más entre sus hijos; lección a aplicarse
todos aquellos que por pose progre, por sistema o empujados a ello
por quién sabe que inconfesados traumas infantiles, proclaman a
los cuatro vientos su odio o despego hacia esta fiesta plenamente
invernal y cuya antigüedad se remonta a los tiempos paganos, o sea
a las legendarias saturnales, porque Dickens, mejor que los
eternos descontentos, supo de lo que es una Navidad, muchas Navidades,
sin magia y con hambre, frío y desolación; prácticamente careció
de una infancia feliz y desde temprana edad supo lo que era la vida
en su faceta menos amable, pero no por eso se convirtió en un resentido
ni en un cascarrabias Scrooge –cuando le asistía todo
el derecho de serlo-, y supo conservar la ilusión, y, sobre todo,
transmitirla para que cada año, a finales de diciembre, pueda haber
personas de buena voluntad en este mundo nuestro, que leyendo su
Canción de Navidad, lleguen a captar el verdadero
espíritu que encierra la historia, es decir, ese mensaje de esperanza
que decide apostar por el lado positivo de la existencia.
¡Qué
se pueda decir esto igualmente de nosotros, de todos nosotros! Y
también, en palabras del pequeño Tim, ¡que Dios nos bendiga a todos
y a cada uno!
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