Liesel
y Wilhelm vivieron aún once
años más de plena felicidad,
teniendo otros cuatro hijos,
todos varones menos la segunda
que fue la única niña de la
familia y a la que llamarían
Liesel como su madre.
(Frau
von Reisenbach los quiso siempre
por un igual a todos, mas
en el fondo de su corazón
para ella, el primogénito
y la niña constituyeron algo
muy especial. El muchacho
por haber sido concebido en
tiempos de tanta desolación
y su hija por cuanto significaba
el teencuentro con el ser
amado a quien había temido
no recobrar jamás).
Philippe-Lucien
Dorigny, vuelto de Rusia justo
a tiempo, y establecido en
Weimar ya, fue el gustoso
padrino de la criatura, como
lo había sido de su hermano
mayor -por cierto, un jovencito
que reveló gran talento para
la escultura, asombrando a
propios y extraños, y a quien
Dorigny no tuvo inconveniente
alguno en tomar como alumno-;
el escultor, que, si no habíase
curado de su romántico amor
por Liesel, al menos continuó
fiel a la línea de conducta
que él mismo se había trazado
al romper su compromiso con
ella, sabiendo conservar de
esta manera, la amistad del
matrimonio.
Los
otros muchachos, Arnold, Johann
y Ernst, mostraron variados
talentos, mas no para la literatura,
Arnold fue músico, Johann
militar y Ernst político.
En cuanto a la niña, la pequeña
Liesel, con los años se reveló
una gran amante de las letras
y empezó haciendo versos para
acabar escribiendo obras de
teatro, suceso inconcebible
incluso en una sociedad tan
intelectual como la de Weimar
en la que se podía aceptar
que una mujer tuviese veleidades
artísticas como Anna Amalia,
pero que nunca intentara competir
de igual a igual con los hombres,
mas cuando todos estos hechos
tuvieron lugar, Elisabeth
Louise von Reisenbach, ya
no era de este mundo porque
había fallecido a causa de
un parto complicado en el
que alumbró a gemelos que
nacieron muertos. Fue en el
doceavo año de su felicidad
y ya cumplidos los treinta
y dos. La noticia de su deceso
constituyó motivo de gran
dolor en la ciudad, porque
era dama muy querida, y la
propia duquesa Anna Amalia
vertió sentidas lagrimas de
tristeza por aquella que se
había convertido en una de
sus más entrañables amigas,
pronunciando luego una frase
que se haría célebre: “ha
nuerto como un soldado; cumpliendo
con su obligación”.
Su
obligación femenina, dar hijos,
pero el viudo no lo estimó
de tal manera y permaneció
inconsolable durante el resto
de su existencia, que fue
larga, compartiendo sus recuerdos
y su pena con el buen amigo
de toda la vida, monsieur
Dorigny.
Wilhelm
von Reisenbach no volvió a
casarse ni se le conocieron
amantes, pese a que las candidatas
abundaron; al morir Liesel
el amor acabó para él y su
conducta fue siempre, hasta
el final, de una ejemplar
castidad.
Por
lo que hace a Dorigny, su
soltería contumaz no sufrió
cambios y ambos amigos envejecieron
juntos dedicados a sus respectivas
profesiones y cuidando, cada
uno desde su parcela, a los
hijos de Liesel.
Wilhelm,
autor de éxito, escribió un
total de veinte obras de teatro,
seis libros de poemas, dos
novelas moralizantes y un
tratado sobre la ética de
los príncipes, que, al ser
escrito en vida de su esposa,
esta se cuidó de supervisar
meticulosamente para que su
marido no se viera de nuevo
metido en problemas, y aprovecho
para decir que la pieza de
teatro maldita fue estrenada
por aquellas fechas en Weimar
logrando la completa rehabilitación
social de Wilhelm von Reisenbach
con gran satisfacción del
poeta y conmovida alegría
por parte de Liesel, quien
afirmó la noche de su estreno,
que “aquel era uno de los
momentos más dichosos de su
vida”, y nadie entendió muy
bien el motivo de que cuando
el autor tuvo que saludar
al público, lo hiciera llevando
consigo a su esposa delante
de la cual se arrodilló besándole
la mano con gran respeto,
mientras ella lloraba en silencio.
Ahora
bien, Liesel había escrito,
secretamente, un librito de
cuentos infantiles, que era
los que ella contaba a sus
hijos mientras fueron niños,
mezclándolos con otros ya
clásicos de la tradición oral
–aún tenía que pasar mucho
tiempo para que los hermanos
Grimm los recopilaran oficialmente-,
libro que fue hallado a su
muerte por Wilhelm, quien
lo dio a leer a Philippe-Lucien
y juntos decidieron que habían
de publicarse con el título
de Cuentos de Liesel,
y debajo se puso: Elisabeth
Louise von Reisenbach, dedicándose
el volumen a la duquesa Anna
Amalia, que lo rubricó con
otro de sus comentarios: “leyéndolo,
la encuentras a ella en cada
historia; es como si la escuchases
de nuevo.”
Este
libro de cuentos, años más
tarde, se convertiría en el
mejor abogado de su hija Liesel,
cuando la muchacha, que había
heredado el idealismo temerario
de su padre y el sentido práctico
de su madre, decidió reivindicar
ante Wilhelm su inalienable
derecho a convertirse en una
mujer de letras, compitiendo
en los teatros como dramaturga,
lo que armó el consiguiente
alboroto familiar, ya que
todos sus hermanos, aún los
pequeños, se pusieron en contra
suya por el hecho de ser varones,
y su padre, que se creía libre
pensador, hubo de darse cuenta
otra vez de que una cosa es
la teórica y otra la práctica,
ya que si por un lado sentíase
orgulloso del talento de su
hija por el otro no entendía
la causa por la cual su pequeña
Liesel, que, además, era el
vivo retrato físico de su
esposa, tuviera que dedicarse
al teatro como autora. Pero
ella arguyó con calor que
su madre había tenido talento
y murió sin que nadie se hubiese
enterado, y esto fue suficiente
para que Wilhelm cediera al
sentirse culpable de algo
que sólo él sabía.
Liesel,
hija, escribió una pieza teatral
que se estrenó, bajo el padrinazgo
del príncipe Carl August,
con gran éxito, empezando
entusiasmada la segunda, pero
entonces se cruzó en su camino
un joven actor muy atractivo
que empezaba a convertirse
en el favorito de los públicos,
y allí acabó su flamante carrera,
al enamorarse, pues lo único
que deseó a partir de entonces
fue contraer matrimonio con
él y tener muchos hijos. Sus
hermanos, tornadizos, protestaron
de nuevo, y Wilhelm se abstuvo
de intervenir, ya que, como
bien le dijese a Philippe-Lucien,
“carecía de fuerza moral para
prohibirle a su hija que hiciera
lo que su madre no había dudado
en llevar a cabo”.
-Amigo
Dorigny –le confió von Reisenbach
mientras paseaban por los
jardines del Belvedere, (aunque
al otro lado del río que dividía
en dos al parque), en donde
tenía ahora fijada su residencia
el escultor, por gracia del
príncipe Carl August-, Liesel
es tan obstinada como su madre,
y decidida, o sea que le he
dado mi bendición y que se
case, si es lo que ella anhela,
y sea feliz con ese joven...
–suspiró melancólico- Después
de tantas horas entregadas
al teatro, ahora lo único
que quiere es llenarse de
niños.
Philippe-Lucien
asintió en silencio, con simpatía,
para agregar acto seguido:
-Liesel
sacaba su fuerza de la maternidad,
vuestra hija hará lo mismo
y no os quepa la menor duda
de que será feliz pues seguirá
siempre los dictados de sus
sentimientos; lo lleva escrito
en la cara.
-Amigo
mío, he llegado a la conclusión
–repuso filosófico el poeta-,
de que los hombres sólo servimos
para engendrar, ir a la guerra
y creernos importantes, pero
que quienes verdaderamente
son importantes, son ellas,
las mujeres, mucho más inteligentes
que nosotros ya que constituyen
la verdadera columna vertebral
de la vida, su razón de ser,
aunque parezca que pasen de
puntillas por el mundo, sin
embargo, tan buena disposición
se ve menoscabada por un verdadero
talón de Aquiles que lo echa
todo por tierra...
-¿Cuál
es? –quiso saber el escultor
interesado.
-Que
se enamoran, monsieur Dorigny,
que se enamoran.
Y
su amigo, sonriendo con tristeza,
le dio la razón.
-A
veces me pregunto –prosiguió
Wilhelm reflexivo-, si algún
día las mujeres gobernarán
por entero como lo hacemos
nosotros...
-¡Eso
es impensable, von Reisenbach!-
le interrumpió Philippe-Lucien,
alarmado por lo que se le
antojaba otra nueva idea contracorriente
del poeta.
Wilhelm
frunció el ceño.
-No
lo afirmaría yo tan a la ligera,
monsieur, ya que cosas mucho
más increíbles han llegado
a suceder; impensable era,
por ejemplo, la Revolución
Francesa, e impensable, también,
que la misma alumbrase a un
emperador... No deberíamos,
pues, extrañarnos ya ante
nada... ¿Os imagináis un mundo
sin sórdidas conspiraciones,
sin golpes de estado, sin
guerras? –propuso soñadoramente.
-Mal
ejemplo me ponéis –ironizó
Dorigny-, si pensamos, por
ejemplo, en una Catalina II.
Von
Reisenbach exclamó impetuosamente
en un rebrote de su antigua
fogosidad.
-¡Oh!,
la excepción bien podría confirmar
una regla no vigente aún,
y, por otra parte, Catalina
se dejaba influir bastante
por sus amantes, ¡de nuevo
el amor, no lo olvidéis!,
además, esa conspiración fue
realizada en defensa propia
–agregó Wilhelm apresuradamente,
refiriéndose al complot que
acabó con la vida del zar
Pedro, como si el papel que
tuvo Catalina en ello para
salvar su propia cabeza, cimentase
la teoría de un mundo mejor
gobernado por mujeres.
Dorigny
no pudo evitar una expresión
de escepticismo, gesto que
forzó al poeta a insistir:
-Em
Weimar gobernó Anna Amalia,
la duquesa madre, que lo levantó
de sus propias cenizas, no
lo olvidéis nunca amigo mío.
Su
interlocutor no tuvo más remedio
que disimular una sonrisa;
recordaba a la duquesa muy
inteligente y protectora de
las artes pero que gobernaba
como un hombre, sin concesiones
a la más mínima debilidad
femenina.
-Quizás
más adelante, dentro de unos
años, me decida y escriba
un ensayo sobre lo que sin
duda estáis pensando que se
trata de una nueva utopía.
Philippe-Lucien
se limitó a contemplarle de
reojo con afectuosa indulgencia
y ambos caballeros continuaron
su tranquilo paseo por los
jardines, bajo el sol de un
apacible atardecer.
FIN
DE EL DESTERRADO