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Mis libros en papel...

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Con el corazón latiéndole aceleradamente, Philippe-Lucien releyó la carta un par de veces para cerciorarse de que no soñaba, y luego intentó poner en orden sus pensamientos. No ignoraba que el poeta hallábase al corriente por medio de Liesel, a través de la carta que le llevó él mismo a Wolkenbruch, de que no estaban casados, pero la que ahora tenía entre sus manos equivalía a un salvoconducto que libraba de la maledicencia tanto a la muchacha como al propio Dorigny caso de que ambos se hallaran dispuestos a aceptar semejante propuesta.

El escultor se pasó la mano por la cara como si aquel gesto pudiese borrar muchas cosas. Amaba a Liesel, ¡claro que la amaba!, y quería también a su hijo, al pequeño Wilhelm, a quien por haber visto nacer ya consideraba una parte de sí mismo... ¡Casarse con ella, ¿podía existir mayor felicidad en la Tierra?!

“Von Reisenbach está loco –pensó-, y yo más que él por soñar un imposible.”

Pero, recapacitando, llegó a la conclusión de que Wilhelm no estaba tan loco como a primera vista pudiera parecer; tal vez eran los celos los que le hacían tomar esa postura tan drástica, celos de él, de su estrecha relación con Liesel durante todos aquellos meses... o quizá peor, dudas sobre la fidelidad de la muchacha, el poeta, que no era precisamente un ejemplo de castidad.

En aquel instante, Liesel, a quien Antoine había entregado la carta de Wilhelm, mientras se hallaba en su dormitorio acunando al pequeño, entró como una exhalación en la sala donde permanecía Philippe-Lucien inmerso en sus divagaciones, y, agitando la misiva como una bandera, exclamó encolerizada aun cuando su enfado no iba dirigido al artista:

-¡¿Qué significa esto?!

-¿Qué os ha escrito a vos? –quiso saber prudentemente Dorigny.

-¡Que se va, que no le volveré a ver nunca, que es mejor así para todos, que es un hombre sin patria ni destino... y que me case con vos porque estáis enamorado de mí!- exclamó alterada la joven, que es de suponer no hubiera hablado tan descarnadamente de ser otras las circunstancias.

Él la contempló dejando que su mirada trasluciese todo el inmenso amor que durante aquellos meses había tenido que reprimir, y puesto que ya no traicionaba al amigo, repuso lentamente:

-Y os amo, es cierto... Me prendé de vuestra belleza y gracia en Alt-burg pero mi amor ha ido creciendo durante todos estos meses en los que os he visto sufrir y esperar con paciencia admirable, fiel a quien estaba lejos... Vuestra alma, Liesel, es aún más hermosa que vuestro rostro.

Ella estrujó la carta nerviosamente, turbada por la impensable declaración de aquel hombre bueno que siempre la había ayudado, y en el cual, desde luego, jamás había pensado como en un posible pretendiente, dado su correcto proceder.

-¿Me amáis? –balbuceó.

-Os amo... Wilhelm supo adivinarlo a raíz de mi visita... Por supuesto que yo nada le revelé, pero...

La muchacha, enrojeciendo, golpeó el suelo con el pie.

-¿Y que quiere significar todo esto, señor?... ¡Wilhelm me abandona, me arroja en vuestros brazos y yo, obediente como una esclava, debo aceptar, como las rameras, el ir de un hombre a otro igual que si careciese de voluntad propia!

-Liesel...

Ella estaba furiosa.

-¡Desde que nací me ordenaron lo que tenía que hacer... y cuando Wilhelm entró en mi vida todo fue distinto, me dijo que era libre, que aun siendo mujer disponía de libre albedrío, que mi voluntad era mi único dueño, y mi libre albedrío me convirtió en su amante, y mi libre albedrío le dio un hijo cuando, ¿sabéis?, el doctor Kaufmann al atenderme aquí la primera vez, me insinuó que si yo no lo quería, estábamos a tiempo de hacerlo desaparecer!... ¿Y esa libertad que me fue regalada entre los textos de unos librepensadores que han trastornado vuestro país con sus teorías, ¡señor, sólo papel escrito!, pretende ahora Wilhelm von Reisenbach que me sea quitada únicamente porque él cree que está en lo cierto y que obra de manera justa?

Noblemente, Philippe salió en defensa del poeta, cuando lo más fácil hubiera sido aprovechar la situación y denigrarlo.

-Liesel, él no ha pretendido ofenderos, lo que él desea es que estéis protegida, que vuestro hijo tenga un padre...

-¡Él es su padre y lo será siempre, aunque yo me casara mil veces!... ¿Lo que él pretende, decís?... ¡Yo sé leer entre líneas, señor, y lo único que comprendo es que nunca me ha amado, jamás, que sólo vivió otra obra de teatro, o, mejor, una novela, en la cual yo era la protagonista, y al acabarse la novela se acabó el amor, y ahora otros cielos... y otras mujeres, es decir, otras obras de ficción, todas, todas mentira!...

-¡No os ofusquéis, sois muy real para él, y vuestro hijo, al que ama...!

Liesel soltó una carcajada sarcástica.

-¡Nuestro hijo!... ¿Ignoráis, señor, que no es el primer hijo que tiene von Reisenbach, sólo que el anterior nació muerto y luego su madre, la duquesa de Alt-burg, falleció librándole oportunamente de muchos quebraderos de cabeza?...

Su interlocutor se quedó atónito al oír semejante revelación de labios de ella, quien continuaba hablando sin detenerse ni siquiera para cobrar aliento.

-¡Wilhelm von Reisenbach no sabe lo que es ser padre, ni los compromisos que se adquieren con la paternidad!... ¿Qué ama a su hijo decís?... ¡Conoce más esos sentimientos y deberes cualquier bestia salvaje que él, él, un hombre civilizado, un hombre ilustrado, el mejor discípulo de Jean Jacques Rousseau! –emitió una amarga carcajada- ¡Seguro que en su fuero interno piensa que sería mucho mejor llevar el niño al hospicio para que lo educaran acorde a los nuevos tiempos que se avecinan, de igualdad y amor fraterno, tan alabados por vuestro filósofo, ese monstruo egoísta y pedante!... –sus labios se crisparon en una mueca de amargura- ¿Sabéis porqué tardé tanto en comunicarle su paternidad?, tenía miedo de que se le ocurriese pedirme que abandonara a mi pequeño, cosa que yo nunca hubiese hecho aunque el precio fuera perderle a él... –le miró fijamente- ¿Os acordáis del juramento que os obligué a hacerme? Lo debisteis tomar por el capricho melodramático de una madre primeriza, ¿no es cierto?... Pues no lo era, monsieur, no lo era...

Philippe-Lucien parpadeó cogido por sorpresa, ¡cuántos temores había silenciado aquella pobre niña en el transcurso de su embarazo! Sin embargo, prefirió soslayar aquel desagradable supuesto en bien de todos.

-¡Oh, Liesel, no seáis tan injusta!... Si supierais lo que Wilhelm sufrió en la fortaleza de...

Pero Liesel, lanzada, sólo parecía pensar en voz alta.

-¡Ya compruebo lo que le importan sus hijos a Wilhelm von Reisenbach, por no añadir sus amantes!... “Todo es motivo de creación estética”, como él argumentaba... ¿También lo fue Rosina?... Pero ella es más lista: placer sin consecuencias, y, como esa, cualquiera que se le entregue por el mismo precio... ¿Creéis que alguien ha amado de verdad a Wilhelm von Reisenbach?

Ella estaba ahora llorando de celos e impotencia y su hermoso busto se agitaba pleno, turgente, mostrándose según la moda, por la ventana de un escote generoso. Dorigny, conmovido, la admiró en silencio y se dijo que cuán grande era la suerte de aquel malhadado poeta por tener, a pesar de todas las protestas de la joven, el amor de Liesel.

-Sí, vos.

Ella se derrumbó en una butaca.

-¡Ya no le amo! –exclamó entre sollozos mientras empezaba a romper, despechada, la carta de Wilhelm.

El escultor se arrodilló a sus pies, y cogiéndole una mano, se la besó fervorosamente.

-Amadme entonces a mí, que nunca os cambiaré por otra y os seré fiel hasta la muerte... Sed mi esposa y juro que dedicaré la entera existencia a haceros feliz...

Liesel le miró a través de sus lágrimas, y con la diestra, muy lentamente, acarició por primera vez el rostro de Philippe-Lucien.

-¿Tanto me queréis? -preguntó enternecida.

-¡Cómo nunca creí volver a amar!

Después de esto ambos se quedaron en silencio por espacio de bastante rato, componiendo un modelo harto expresivo, y que el escultor no hubiera desdeñado en ocasión muy diferente de aquella que les tenía como protagonistas.

-Monsieur Dorigny –dijo Liesel, rompiendo el silencio al cabo, con voz llorosa pero firme-, acepto casarme con vos.

Philippe-Lucien volvió a besarle la mano que no había soltado, ahora lleno de alegría, y Elisabeth Louise Mader, la muchacha que había nacido para ser toda su vida una criada, pero que había tenido la desgracia de enamorarse de un poeta, miró tristemente por encima de la inclinada cabeza, sin ver nada más que su propia desolación.

Sigue...

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