El
niño, pues efectivamente de
un varón se trató, vino al mundo
a mediados de junio, comenzando
los dolores del parto de madrugada
y produciéndose el alumbramiento
a media tarde.
Liesel
guardaba un ingrato recuerdo
de los partos de su madre en
los que ella empezase a colaborar
desde muy niña en las tareas
auxiliares, y más tarde ayudando
de forma activa a la comadrona,
cuyo único título consistía
en tener experiencia de años
atendiendo a parturientas. Los
alaridos de su madre se le habían
quedado clavados en la memoria,
así como la escena traumática
de los sucesivos alumbramientos,
y para ella, por este motivo,
la idea del parto siempre la
había aterrado... hasta que
supo que se hallaba embarazada,
porque su amor por Wilhelm barría
cualquier espanto, y se olvidó
de aquel antiguo miedo en la
dulce espera, hasta que llegó
la madrugada del día 12 de junio
y supo que su pequeño lo había
elegido para nacer.. Entonces
comprobó como las previsiones
de la duquesa Anna Amalia habían
sido muy acertadas, ya que pronto
se vio rodeada de los cuidados
de la servidumbre puesta por
la egregia dama a su disposición.
Quienes no entraban en ellos
fueron Antoine y Philippe-Lucien,
prontamente relegados a un segundo
plano en el cual Antoine debía
ir a buscar al médico si ello
era necesario y Dorigny no causar
molestias adicionales con su
nerviosismo.
Las
mujeres rodearon a Liesel, como
las abejas a la reina de la
colmena y la muchacha empezó
a sufrir entre atenciones y
consejos. A las cinco de la
tarde los dolores empezaron
a ser más frecuentes y comenzó
a romper aguas.
Liesel
estaba sudorosa y desgreñada
mientras paseaba intermitentemente
por su dormitorio, bien sola
bien apoyada en alguien, hasta
que al final no pudo más y exigió
la presencia del escultor, orden
que consternó a sus cuidadoras,
porque aquello no se estilaba
ni con el propio marido. Pero
entre dolores y sudores, la
joven se impuso y un asustado
Philippe-Lucien, fue reclamado
de urgencia en el aposento.
A
los hombres, la idea de presenciar
un parto casi nunca es de su
agrado aun siendo los padres
responsables de la criatura,
mas en el caso de un extraño,
por muy amigo que fuera, la
asistencia era doblemente espantable,
ya que, como buen varón, no
sabía que hacer.
Contemplar
a Liesel en semejante estado
constituyó para él un impacto
difícil de olvidarse, y su sensibilidad
masculina enfrentada a aquel
sufrimiento, la maldición de
Eva, “con dolor parirás a tus
hijos”, se resintió enormemente,
porque una cosa es hacer el
amor y, luego otra, ser testigo
de los resultados, nada placenteros,
en el mismo momento que un niño
nace.
Al
entrar Philippe-Lucien en el
dormitorio, la muchacha estaba
en pleno espasmo doloroso, perdido
el color y sudando de angustia,
y él, sin saber que hacer ni
que decir, se la quedó mirando
inmóvil y tembloroso.
-Monsieur...
–dijo ella con un hilo de voz,
tendiéndole una mano, que él,
se apresuró a coger entre las
suyas.
-¡Liesel, oh, Liesel!
-¡No
me abandonéis, quedaos conmigo,
os lo suplico!
-Señora...
–empezó a protestar una de las
asistentes escandalizada.
Liesel
se revolvió como una fiera.
-¡Monsieur
es como un padre para mí, y
si mi esposo no me asiste en
este trance, él debe acompañarme!
-¡Calmaos,
Liesel, calmaos, no os abandonaré!
Los
dolores empezaron a aflojar
y la joven inició una débil
sonrisa.
-¿No
sería mejor que os echarais
en la cama, no estaríais mejor
así?
-No,
prefiero estar de pie, señor.
La
comadrona y sus auxiliares intercambiaron
una mirada de conmiseración
por lo que ellas juzgaban ignorancia
masculina; hallándose emplazada
la silla de partos en medio
de la estancia, estaba de más
la sugerencia de monsieur Dorigny.
Pero
Philippe-Lucien sólo tenía ojos
para Liesel, que allí, delante
suyo, vestida con un liviano
camisón y transparentándose
aquel horrible vientre enorme,
hinchado, como a punto de reventar,
con los pechos inflados acusando
la presencia de unos dilatados
pezones adhiriéndose a la ropa,
componía para su sensibilidad
artística, un espectáculo sobrecogedor.
Con
la respiración jadeante, Liesel
lanzó una mirada de socorro
a la servidora que tenía más
próxima.
-¡Me
estoy mojando otra vez!
Una
de aquellas mujeres, que inmediatamente
Philippe-Lucien dedujo se trataba
de la partera, metió su mano
bajo el camisón palpando, para
exclamar acto seguido.
-¡La
criatura ya corona, rápido,
madame, sentaos en la silla!
La
silla, sólo entonces reparó
el escultor en aquel mueble
que más semejaba un instrumento
de tortura que otra cosa y su
siniestra presencia le hizo
estremecerse.
Liesel,
asida al brazo del despavorido
Philippe-Lucien, se arrastró
hacia la silla de partos en
donde, entre todos la acomodaron.
La comadrona encargó que avisaran
a Antoine por puro trámite ya
que estaba muy segura de poder
llevar a cabo el alumbramiento
sin grandes problemas, y, mirando
decidida al escultor, le rogó:
-Monsieur,
dejadnos solas.
-¡¡No!!
–aulló Liesel cogiendo por una
manga de la camisa a Philippe-Lucien-
¡¡Quiero que no se vaya!!
La
comadrona frunció los labios
con la intención de decir algo,
mas prefirió callarse al recordar
que aquellos dos pertenecían
al mundo del arte, él como escultor
y ella como esposa de un poeta,
y esas gentes siempre son excéntricas
–además, se rumoreaba... Entonces
resolvió:
-Como
gustéis... Y vos, señor, procurad
no mirar... ni tampoco desmayaros
porque, desde luego, no vamos
a atenderos.
Dorigny
no miró, manteniendo los ojos
fijos en el rostro de la muchacha
todo el tiempo que duró la pesadilla,
pero aquel semblante, unido
a la manecita que le mantuvo
las uñas clavadas mientras se
desarrolló el trance, fue dándole,
segundo a segundo, cuanta información
los gritos y los gemidos de
Liesel subrayaban.
-¡Empujad,
empujad! –aconsejaba la partera
y el rostro de Liesel se contraía
bajo el esfuerzo, la respiración
alterada, la cara húmeda de
sudor que una de las servidoras
se apresuraba a enjugar con
un paño, despejando así los
cabellos pegados a intervalos
en la frente, sobre los ojos.
A
cada contracción, a cada esfuerzo,
las uñas de la muchacha se iban
clavando más y más hondamente
en la carne de Philippe-Lucien,
pero éste no experimentaba ningún
dolor, atento sólo al de ella.
De pronto Liesel lanzó un espantoso
alarido seguido de una brusca
contorsión y el escultor pudo
escuchar confusamente un coro
de exclamaciones de alivio y
alegría. La muchacha por su
parte sintió que las entrañas
desgarrábansele totalmente y
como los huesos de su pelvis
terminaban de separarse igual
que si la descuartizasen; algo
monstruosamente enorme salió
de ella proyectado en un chorro
de líquido... y, de inmediato,
fue lo mismo que si le hubiesen
vaciado el cuerpo totalmente,
pues quedó libre del sufrimiento,
de aquello que atascado intentaba
salir y no podía, y el sudor
se enfrió en su piel al mismo
tiempo que la partera gritaba
jubilosa:
-¡Es
un niño, Frau von Reisenbach,
es un niño!
Liesel
soltó la maltratada mano del
escultor que sangraba, y con
una voz apenas audible, susurró:
-Sí,
es un niño.
Acto
seguido la comadrona golpeó
enérgicamente las nalgas del
recién nacido, y Philippe-Lucien,
emocionado, escuchó el primer
vagido de la criaturita, en
tanto su madre cerraba los párpados
con un suspiro y una expresión
de infinito cansancio se le
extendía por el semblante. Entonces
la comadrona, con el niño entre
las manos, se acercó a la joven
madre diciéndole estas palabras:
-Señora,
aquí tenéis a vuestro hijo.
Ella
abrió los ojos y vio ante sí
a un ser diminuto, brillante
y sucio, de piel muy blanca,
carita arrugada y roja y cabecita
cubierta de una suave pelusa
dorada que se le pegaba al cráneo
como el plumón a los polluelos
acabados de salir del huevo.
Liesel
alzó desmayadamente sus manos
hacia el recién nacido y rogó:
-Dadmelo.
Philippe-Lucien
apartóse con los ojos llenos
de lágrimas mientras la muchacha,
estrechando contra su corazón
al niño, besaba la frente del
pequeño quien se movía espasmódicamente,
entre lloriqueos, manteniendo
con fuerza cerrados los párpados
y apretados los minúsculos puños...
Era
un peso tan leve, tan dulce,
un cuerpecito ligero, tibio,
el primer contacto externo que
Liesel tenía con aquel niño
deseado y muy querido.
-Wilhelm
–murmuró ella con infinita ternura-,
ya estás conmigo... –y alzando
la vista posó su mirada en el
tembloroso Dorigny, para susurrar
al cabo de un instante -No olvidéis
vuestro juramento.