Tales
eran sus intenciones, pero el destino,
una vez más, se encargó de obstaculizarlas
porque Liesel cayó enferma, aunque
por suerte no fue nada grave, un simple
resfriado que la obligase a guardar
cama por prescripción del doctor:
“ya que pues la dama nada urgente
tenía que hacer en vista de su estado,
pasarse unos días en el lecho, bien
abrigada, no había de causarle ningún
incomodo”. Aquellos días coincidieron
con las fiestas de Navidad, festejos
familiares por excelencia, y todo
el mundillo social que se relacionaba
con el escultor, se apresuró a enviarle
presentes a la enferma en testimonio
de su consideración, flores de invernadero,
bombones, exquisita repostería, algunos
la obsequiaron con libros, hubo quien
le mandó partituras, cuadros, y la
duquesa tuvo el detalle de hacerle
llegar, a parte de dos doncellas para
que la atendiesen, a uno de sus músicos
con el fin de que la deleitara tocando
el clave que había en la sala principal
del pabellón.
-Tenéis
al todo Weimar a vuestros pies, querida
Liesel– comentó agradablemente impresionado
Philippe, la víspera de Nochebuena,
pero Liesel no respondió sumida en
una melancólica contemplación del
ventanal que iluminaba su dormitorio.
Eran las cuatro de la tarde y un cielo
precursor de nevada, contribuía a
hacer mucho más sombrío el paisaje
pues pronto el crepúsculo tras las
grises nubes, daría paso a la noche.
En
vista de su silencio, el artista no
pudo menos que inquietarse, Liesel
era la niña mimada de la sociedad
y, sin embargo, o no parecía apreciarlo,
o le importaba muy poco.
-¿Os
encontráis mal?- inquirió solicito.
Ella
le lanzó una triste mirada.
-No,
estoy todo lo bien que de mí se espera
que esté.
-No
os comprendo- dijo Philippe-Lucien
acercando un escabel al lecho para
sentarse.
-No
quiero pecar de desagradecida, monsieur
Dorigny, ya que todos se portan tan
amablemente conmigo, pero lo cierto
es que estoy muy triste porque pienso
en Wilhelm, en su encierro, y en lo
desesperado que debe sentirse sin
tener junto a él a nadie que le ame,
que le escuche, que le hable, sin
poder escribir, sin poder leer...
Sin poder disfrutar de esa libertad
que tan preciosa le es-impulsivamente
cogió una mano a Dorigny-. Tal vez
os haya parecido frívola en más de
una ocasión, u olvidadiza, pero lo
cierto es que no dejo de pensar ni
un segundo en el hombre a quien amo,
en su soledad y en su sufrimiento...
Hoy es la vigilia de Nochebuena y
nosotros la celebraremos con el recogimiento
debido pensando que nace Nuestro Señor,
bien alimentados, y veremos caer la
nevada que se avecina al abrigo del
calor de las chimeneas del pabellón,
mientras que Wilhelm von Reisenbach
estará solo en su celda, a la luz
de una mísera bujía y pasando frío;
para él el nacimiento del Hijo de
Dios no será una fiesta sino un motivo
más de desolación.
La
muchacha empezó a llorar mansamente
mientras volvía a fijar la mirada
en el ventanal, y Philippe-Lucien,
alarmado, se apresuró a decirle:
-Desechad
tan siniestras imágenes, por favor;
vos me habéis dicho más de una vez
como el comandante de la fortaleza
es un buen hombre y no creo que en
fecha tan señalada mantenga aislado
a su prisionero, ¿o es que habéis
olvidado, que en la carta que recibisteis
de von Reisenbach anteayer él os decía
que las cosas iban mejorando y que
incluso se le volvía a permitir pasear
de nuevo por las almenas?... El comandante
vive solo en Wolkenbruch junto con
sus oficiales, y estoy seguro de que
invitará esta noche a su mesa al poeta.
-¿Estáis
seguro?- preguntó ella con las mejillas
húmedas por el llanto, aunque sus
ojos ya estaban secos.
-Por
mi honor os lo juro, Liesel... Vamos,
alegrad esa cara, si no por vos por
el niño que lleváis en vuestro seno,
no le entristezcáis su primera Nochebuena.
Ella
sonrió sin ganas.
-Tenéis
razón, al menos que nuestro hijo sea
feliz su primera Nochebuena... Pero,
hacedme un favor, monsieur, echad
las cortinas, no quiero ver como llega
la oscuridad.
Dorigny
la obedeció respirando algo más tranquilo,
aunque fue entonces cuando comprendió
que su visita al prisionero tendría
que esperar, al menos hasta cuando
el grueso del invierno con sus deprimentes
días, hubiera dejado paso a un tiempo
más benigno que disipase los negros
pensamientos de Liesel.
Él
siguió sentado a su lado sin saber
que más añadir y llamándose estúpido
por esa causa; la joven ahora mirábase
las manos con una triste expresión
que partía el alma, y Philippe-Lucien
no atinaba a encontrar palabras de
consuelo que ofrecerle; le hubiese
gustado poseer la facultad de aquella
legendaria narradora oriental que
entretuvo a un soberano contándole
cuentos durante mil y una noches,
lo que fuese con tal de distraer a
Liesel de su infortunio, un sufrimiento
real, el alejamiento y prisión del
ser amado y otro que muy bien podía
ya empezar a presentir ella, según
le vino la reflexión súbitamente al
escultor, ¿comprendía acaso la muchacha
la de problemas que iba a traer a
su vida aquella condición ingrata
de mujer con un hijo y sin marido?,
porque si llegaba a desvelarse la
superchería del inexistente matrimonio...
Entonces
ella, como si intuyera las sombras
que proyectaban aquellas cavilaciones
de Dorigny, quebró la pausa con una
de sus salidas desconcertantes:
-Contemplad
mis manos...
-¿Cómo
decís? –preguntó él atónito.
Lisel
se acarició pensativa los dedos.
-Mis
manos son ahora las de una dama, ¿veis?
–las extendió delicadamente sobre
el embozo bordado del cobertor con
un gesto que mucho tenía de mágico,
como si pretendiese conjurar el recuerdo
de tiempos felices en los que ella
no era aún una dama-, ya no están
enrojecidas ni ásperas... Han tenido
que pasar todos estos meses para que
se transformasen... Soy una dama,
lo he conseguido, pero Wilhelm no
está a mi lado para apreciar el cambio.
Y
luego agregó sorprendiéndole aún más:
-Quiero
que me prometáis, dándome vuestra
palabra de honor de caballero, que
si yo pereciese en el alumbramiento,
vos os convertiríais en el tutor de
mi hijo, cuidando de él...
Estupefacto,
Dorigny exclamó:
-¡Vos
no vais a morir, y, además, esa criatura
tiene un padre!
Liesel
clavó en el escultor una mirada profunda
y muy triste.
-Prometédmelo
–susurró cogiendo la mano de él y
apretándola con fuerza- Prometedme
que nunca desampararéis a mi hijo
si yo muero al darle a luz..., aunque
Wilhelm sea su padre.
-¡Von
Reisenbach saldrá de prisión! –porfió
Philippe creyendo comprender al fin.
-Prometédmelo.
Se
quedaron mirando fijamente y como
el rostro de la muchacha sólo expresaba
angustia, monsieur Dorigny, consciente
de su estado, le prometió solemnemente,
por la salvación de su alma, que,
si llegaba a sucederle algo irreparable,
Dios no lo quisiera, él sería un segundo
padre para el hijo de Liesel y ella
entonces le recompensó con una sonrisa
tan alegre que acabó de desorientarle.
Sigue...