Asistieron
a recepciones musicales ya que día
sí día no, llovía alguna invitación
de este tipo, y quiso el azar que
la primera correspondiese al conde
von Stadhof, cuya esposa había vuelto
de una larga estancia en el campo
y deseaban festejarlo.
Aquella
fue la primera reunión en casa de
un aristócrata de Weimar a la que
asistía Liesel y supo desenvolverse
con suma naturalidad, como si no hubiera
estado haciendo otra cosa desde su
más tierna infancia, lo que dejó a
Philippe-Lucien completamente admirado
ya que la jovencita era para él una
constante caja de sorpresas, y más
todavía su ansiedad por instruirse;
cuando, en conciertos sucesivos a
los que asistirían, la espiaba a hurtadillas,
le seguía impresionando su atención,
como si de una estudiante se tratase,
y, sobre todo fijábase en sus manos,
entrelazadas sobre el vientre de una
forma inequívoca, disimulado abrazo
con el que pretendía integrar a su
hijo en las reuniones.
Podría
decirse que aquella fiesta fue su
presentación en la alta sociedad,
y el nombre de la joven, asociado
al de Wilhelm, empezó a correr por
los salones, y como ya estaban a las
puertas del invierno y en esa estación
pocos motivos de esparcimiento había
fuera de los ya acostumbrados, Frau
von Reisenbach comenzó a ser presa
codiciada que exhibir en cualquier
evento social; la morbosidad de saberla
esposa de un recluso sobre el que
circulaban rumores de escándalo intensificaba
el interés general, y, cosa singular,
pronto la tornadiza sociedad se fraccionó
en dos bandos, unos a favor y otros
en contra del poeta, porque, afirmaban
los unos, ¿cómo un afeminado iba a
tener por esposa a una joven tan bella
y encantadora?, mientras que los otros
argüían que precisamente lo había
hecho para ocultar su nefanda inclinación,
mas las damas, algunas afortunadas,
reprimían unas sonrisas surgidas del
recuerdo de vivencias en extremo personales
con el denostado poeta, y ellas, muy
sabias, se decían, se habían dicho
desde un principio, que qué sabrían
quienes así hablaban con tanta ligereza.
Lo
que ninguno parecía tener ya presente
era que Wilhelm von Reisenbach estaba
cautivo en la fortaleza de Wolkenbruch,
acusado de conspirador y languideciendo
por esa causa.
Philippe-Lucien
Dorigny, a quien incomodaban enormemente
las reuniones sociales, se vio obligado
a transigir por Liesel y de esta suerte
la acompañaba a ellas sin faltar a
una porque su concepto de la caballerosidad
le impedía dejarla sola, cosa impensable
en aquella sociedad, ni delegar en
otros que muy gustosamente se hubieran
brindado. Pero no tardó en darse cuenta
de que el deber dejaba de serlo yendo
con Liesel, y el incipiente pábulo
de que entre ambos había algo más
que una amistad fraterna, empezó a
desatarse, lo que hizo que los detractores
de Wilhelm sonrieran con sorna y comentasen
“lógico”, pues aunque el escultor
no era un adonis como el otro, al
menos, era un hombre, y cuando más
tarde se supo también, y esto fue
debido a una indiscreción del médico,
que Liesel se hallaba encinta, los
maliciosos ya no tuvieron más dudas.
Se
aproximaba la Navidad y todos los
esfuerzos realizados por Philippe-Lucien
para encontrar a alguien que pudiera
mediar en el caso de von Reisenbach,
se estrellaban infructuosamente uno
tras otro. Él lo disimulaba frente
a Liesel y como la joven parecía entretenida
con los saraos y sus nuevos conocidos,
los días seguían deslizándose perezosamente
sin aportar nada nuevo. Ella y el
poeta cruzaban tiernas misivas, pero
el correo no era muy regular, como
puede suponerse ya que las distancias
eran grandes y el sistema de postas
estaba sujeto a muchos y fortuitos
retrasos.
Una
mañana de domingo, a la vuelta del
Oficio Divino, mientras Liesel iba
a cambiarse a sus habitaciones, le
fue anunciada al escultor la visita
de un mensajero de la duquesa Anna
Amalia, anuncio que le pilló desprevenido
ya que no era día apropiado para recibir
comunicados de su alteza, la madre
del príncipe reinante Carl August.
Algo
inquieto, recibió al portador de la
carta de la duquesa, y como éste aguardaba
respuesta, procedió a leer enseguida
la misiva.
En
ella Anna Amalia ponía en su conocimiento
que estaba en trance de comprar una
valiosa pieza de orfebrería, atribuida
a Benvenuto Cellini y que necesitaba
de su experiencia para autentificar
la obra, todo lo cual significaba
que, a la mayor brevedad, deseaba
que fuese a su palacio, para certificar
si pertenecía a quien aseguraban era
su autor.
A
Philippe-Lucien la pareció bastante
raro todo aquello, máxime cuanto que
él no era orfebre sino escultor y
desde luego ningún experto en advertir
fraudes en las obras de arte, pero
como los ruegos de la duquesa eran
órdenes a ser cumplidas de inmediato,
Philippe-Lucien se volvió a poner
la capa y el sombrero y marchó con
el lacayo en el carruaje que estaba
esperando, no sin antes haberle dicho
a Antoine que advirtiese a Liesel
de que la duquesa requería su presencia
para que la asesorase sobre una futura
compra, agregando: “y háblale en su
idioma, al menos por esta vez”, a
lo que el fámulo no puso muy buena
cara.
Su
alteza la duquesa, le recibió sin
antesalas en el gabinete de trabajo,
y Philippe-Lucien, cada vez más preocupado
ya que nebulosamente intuía que aquello
de la pieza del orfebre florentino
era una excusa para citarle sin despertar
sospechas, después del besamanos de
rigor, escudriñó con cierta angustia
el rostro impasible de Anna Amalia
–en el que, no obstante, se insinuaba
cierta petulancia, propia de los personajes
habituados a mandar y a ser obedecidas-;
aquella princesa alemana, viuda a
los 19 años del duque Ernst August
II, quien con mano de hierro en guante
de terciopelo, había gobernado Weimar
a la muerte de su esposo, consiguiendo
el milagro de resucitar su maltrecha
economía, liberarla de deudas, y,
sabiéndose rodear de hombres de preclaro
talento al par que sabios consejeros,
Goethe entre ellos, convertir el ducado
en un centro cultural de primer orden,
que atrayendo intereses, también había
atraído fortunas, ya que su paz no
alterada, constituía una excelente
recomendación.
-A
vuestras órdenes, alteza, aquí me
tenéis.
-Os
lo agradezco, monsieur Dorigny. Como
os he escrito estoy dudosa acerca
de la autenticidad de una preciosa
muestra de orfebrería que se atribuye
a Benvenuto Cellini, y quiero que
vos la superviséis conmigo para saber
a que atenerme.
Hizo
una seña, y una de las damas que la
acompañaban salió de la sala volviendo
inmediatamente portadora de una pequeña
obra maestra, un salero de oro de
estilo manierista que adornaban una
ninfa y un fauno, y que durante unos
segundos tuvo la virtud de alejar
de la mente del escultor sus negros
presentimientos.
Sigue...