Ella
le miraba con los ojos muy abiertos
y a punto de echarse a llorar, entonces
el duque se le acercó al oído y empezó
a hablarle en un susurro, con el resultado
de que la muchacha fuese paulatinamente
enrojeciendo para luego, de repente,
quedarse pálida como un cadáver. El
duque calló, satisfecho, y la contempló,
mas estaba muy lejos de suponer cual
sería la reacción de Liesel, por lo
cual no dejó de sorprenderle lo que
ella dijo:
-¡Repugnante
depravado!, ¿cómo podéis inventaros
semejante... semejante... semejante
abominación?
-¡No
me diréis que ignoráis de lo que os
estoy hablando!- contestó Emil Konrad
desconfiando de que aquella reacción
fuese fingida.
-¡No
sé de lo que me habláis, cerdo!
Ahora
le llegó el turno al duque de encolerizarse:
-¡Id
con tiento, Liesel, id con tiento,
hasta este momento he tenido mucha
paciencia con vos, pero no estoy dispuesto
a tolerar que me insultéis!... ¡Tened
en cuenta que von Reisenbach está
en mis manos, y que bastaría que yo
dijese lo que se me antojara a quien
me prestara oídos muy gustoso y vuestro
adorado... marido, pendería del extremo
de una cuerda con el infamante cartel
de conspirador!... Pensad sobre lo
que os acabo de decir, y puesto que
compruebo que portarse sinceramente
no conduce a ningún sitio con vos,
os digo, señora, que reflexionéis
en cual ha de ser vuestra línea de
conducta a seguir, porque os deseo
y os tendré, ¡vive el cielo que os
tendré!, o de lo contrario recibiréis
el cuerpo de Wilhelm von Reisenbach
para que cumpláis con él los últimos
deberes de una amante esposa; el de
darle cristiana sepultura... ¡Escuchadme
bien, os concedo una semana para que
os lo penséis, si al término de la
cual continuáis con vuestra obcecación...
!
Dejó
en el aire lo que pudiese seguir,
y haciéndole una enfurecida reverencia,
Emil Konrad abandonó el aposento,
frustrado e iracundo, cerrando luego
la puerta con doble vuelta de llave.
Liesel, por su parte, giró sobre sí
misma, para caer desvanecida sobre
el pavimento.
En
el corredor estaba apostado el hombre
de confianza del duque, un esbirro
muy bien pagado que siempre le acompañaba
como una sombra allá en donde sus
viles oficios eran requeridos, y que
al verle salir tan intempestivamente
de lo que él suponía una larga y entretenida
noche, se quedó bastante asombrado
y como el semblante de su señor reflejaba
bien a las claras que las cosas no
habían ido según proyectase, el oscuro
servidor presagió que le aguardaba
algún trabajo inconfesable de los
que tan proclive era su señoría a
encargarle, y se dispuso a recibir
órdenes.
-¡Vigílame
a esta mujer; de madrugada tengo que
emprender viaje a la corte otra vez
y ella permanecerá en Alt-burg mientras
dure mi ausencia, se la atenderá y
se la servirá, pero le está prohibido
abandonar sus habitaciones, tarea
que te encomiendo; no tengo ningún
deseo de que vuelva a escapárseme
de nuevo, ¿has entendido?!
-Sí,
excelencia, lo que vos ordenéis.
Emil
Konrad se reintegró a sus propias
habitaciones dominado por una furia
que le hizo emprenderla a puntapiés
con cuánto mueble se le atravesaba
en el camino, pero en cuanto casi
se disloca un tobillo, cesó en tan
fútiles desahogos y empezó a pasear
de un lado para otro como una fiera
enjaulada. De buena gana hubiera violado
a Liesel allí mismo y sin pensárselo
dos veces, mas, no cabía duda alguna,
la joven se habría defendido como
una leona y él ya no poseía el vigor
suficiente como para dominarla y después
hacerla suya, si, por supuesto, podía
haber llamado a su fiel cómplice y
que éste la hubiera sujetado mientras
él tomaba cumplida venganza... Aunque
tal vez mejor hubiese sido llamar
a dos sirvientes con objeto de que
la mantuvieran bien inmovilizada...
Sin embargo, semejante ayuda habría
resultado denigrante para el duque
de Alt-burg y eso que su esbirro conocía
mejor que nadie, pues los criados
a tanto no llegaban, más de un criminal
secreto del amo -por ejemplo, como
murió exactamente el hijo recién nacido
de la duquesa Gertrud Marie-, lo que
a Emil Konrad no le incomodaba ya
que no ponía en entredicho su capacidad
de dominio físico en las cuestiones
carnales, pero que le ayudasen a forzar
a Liesel, eso equivalía a una deshonra
de tipo personal y por tanto inadmisible.¡Con
lo bien que lo había preparado todo,
una droga en la cena y ella habría
sido presa fácil si la condenada se
hubiese portado de manera razonable,
después de todo de él dependía que
aquel necio poeta con ansias de redentor
de la humanidad, salvase el pellejo
o no!; al príncipe le importaba muy
poco lo que escribiese Wilhelm von
Reisenbach, y hubiera bastado con
insinuarle que la obra era mediocre
para frustrar las ambiciones del escritor,
y también su carrera, al menos en
los estados alemanes, que la opinión
de los suecos a ellos sólo pertenecía
y un poeta sin mecenas vitalicio no
es nadie, pero ese castigo no le bastaba
a su señoría. Von Reisenbach había
sido el amante de Gertrud Marie, como
muchos más, que la duquesa no era
Lucrecia precisamente, pero su gran
crimen, a ojos del cornudo marido,
no era el que Wilhelm hubiese retozado
con ella sino el que le hubiera engendrado
un hijo, algo que, como ya sabemos
al duque le era vedado, de ahí su
odio y su venganza cuidadosamente
planeada en cuanto supo que el poeta
regresaba a la patria en demanda de
un olvido para con sus pecadillos
de otro tiempo, aquella estúpida Oda
al hombre libre que casi le
valió el destierro.
Y
luego estaba la chica, Liesel, un
bocado exquisito cuyas primicias había
saboreado el muy granuja del poeta,
ahora bien, ¿de dónde la habría sacado?,
que no tenía ella aspecto de meretriz
precisamente, sino de buena muchacha,
aunque no de clase alta ya que sus
manos la delataban, ¿acaso era hija
de alguien de baja condición?, ¿la
había seducido, o fue a la inversa,
se había casado con ella, y si se
había casado, por qué no lo había
dicho desde un principio?... Bien,
fuere como fuese, la moza estaba a
su merced y Wilhelm en prisión, en
una cárcel de la que no iba a salir
fácilmente, si es que salía, que de
eso se iba a ocupar él personalmente,
y Liesel, mientras, en Alt-burg...
No, no la tomaría por la fuerza, goce
momentáneo y fugaz, él quería algo
más duradero y repetible, como cuando
le introdujo en la boca el bombón,
algo que le excitase deliciosamente
preparándole para placeres aún más
sutiles en los que podría desplegar
todas sus más refinadas fantasías;
quería irla degradando poco a poco
hasta que su humillación fuese completa
y después, devolvérsela al poeta,
envilecida y ya perdida para siempre...
Sí, esa sería su mejor venganza. Cuando
regresara de los festejos que preparaba
el príncipe con motivo de haberse
prometido en matrimonio su hijo mayor
con una princesa palatina, entonces
comenzaría a domeñar a aquella rebelde
criatura hasta aniquilarla.