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Viajaron toda la noche sin que el coche se detuviera en ningún momento ya que al parecer, urgía llegar cuanto antes a la fortaleza, siniestro lugar en donde eran encarcelados aquellos enemigos del príncipe, cuya categoría social poseía relevancia aristocrática, y también, como en el caso de von Reisenbach, artística. Que se supiera, nunca se había ejecutado a nadie allí en los últimos 10 años, pero la sola mención de Wolkenbruch, podía hacer palidecer a más de alguno. Afortunadamente Liesel ignoraba toda referencia histórica de aquella fortaleza de la que había oído, vagamente, hablar, ya que para las gentes de su mundo las cárceles solían ser inmundas y promiscuas, y las fortalezas-prisión lugares para nobles o militares.

Abrazados estrechamente, insensibles a la calurosa noche que, en el interior del vehículo, rendía sofocante la atmósfera, Liesel apoyaba su cabeza sobre el hombro del poeta mientras éste le acariciaba el rostro y le iba contando cuanto pasaba por su mente en relación al desdichado asunto.

-Todo esto es absurdo; ¿qué hay de malo en mi obra si Emil Konrad no halló nada censurable?... Debe tratarse de una conspiración... De alguien malintencionado, vengativo y con influencias, pero ¿quién?; aparte del duque oyeron la obra los integrantes de la compañía de Baldassare, el excelente Dorigny... y nadie más... –de repente se interrumpió- ¡Rosina!... Ella no escuchó la lectura de la obra, mas aquella noche, al ser rechazada por mí... al no darle ese papel, ¿sabes?...¡Sí, tuvo que ser Rosina, tuvo que ser ella, mujer celosa y estúpida!... Alguien le debió comentar el argumento... Tal vez, inocentemente, el propio duque de Alt-burg.

Liesel le abrazó con más fuerza ocultando su rostro en la pechera del caballero, pues aunque joven y con poca experiencia de la vida, su instinto le avisaba que no era Rosina la culpable, y con un escalofrío, que mucho tenía de agónico, sus sospechas apuntaron en otra y muy alta dirección, y la certidumbre de ser ella la causante de la ruina de Wilhelm le hizo desear morirse, o no haber entrado en su mundo nunca.

-¡Eso es, Rosina! –proseguía von Reisenbach muy animado- ¡Ha debido ser ella, sin duda alguna!... Bueno, si es Rosina, fácil será desenmascararla, porque su calumnia no tiene base, llamarme por mi obra traidor sería lo mismo que poner en entredicho al duque de Alt-burg, consejero principesco y hombre políticamente intachable... ¡Alegremos nuestros corazones, Liesel, porque pronto se habrá desvanecido la pesadilla y volveremos a ser libres!

Liesel no vertió ni una sola lágrima, pero se dijo tristemente, que los acontecimientos no iban a seguir ese rumbo.

-Cuando todo este enojoso asunto se haya resuelto, iremos tú y yo a Weimar, amor mío, y visitaremos a Philippe-Lucien Dorigny, y puede que permanezcamos algún tiempo en la Turingia, ¿qué te parece?

-Lo que vos digáis, señor.

-¡Ah, Liesel!, ¿cuándo dejarás de llamarme señor?... Soy Wilhelm para ti, el hombre que te ama.

En la oscuridad reinante, alzó a tientas, por el mentón, el rostro de la muchacha y a tientas la besó en los labios.

-Liesel –dijo después con un acento desconocido en la voz-, cuando la culpable quede desenmascarada, cuando de nuevo mi buen nombre resplandezca libre de ignominia, nos casaremos, te doy mi palabra de honor.

Ella se estremeció violentamente, apartándose un tanto como si pretendiera contemplarle.

-¡Oh, señor, no hagáis promesas temerarias!

-¿Temerarias?, no te entiendo, ¿qué quieres decir con eso?

-No os comprometáis con una infeliz como yo; no pertenezco a vuestra clase, me conformaré con que me améis hasta que ya no sintáis nada por mí, pero entonces, señor, dejadme al menos vivir a vuestro lado como sirvienta hasta el fin de mis días, no deseo nada más...

Si Wilhelm hubiera tenido una línea de pensamiento razonable, hubiese comprendido el significado que entrañaban las palabras de la muchacha, esa sabia desconfianza campesina que hace recelar de los compromisos imposibles pronunciados en un momento de exaltación, pero como la mente del poeta estaba abarrotada de gestos sublimes, de actos heroicos y de idealismos por completo irrealizables, no compendió absolutamente nada y sólo creyó deducir que Liesel, generosamente, no quería que él se sintiese atado a ningún tipo de promesa por su causa, lo cual le llenó de admiración por lo que presuponía de la grandeza del alma de su joven amante, y, besándola de nuevo, musitó después:

-¡Bendita seas una y mil veces, desinteresada criatura!

Liesel cerró los ojos con angustia; nunca lo había llegado ni a soñar, pero ahora que él acababa de decirlo ¡cómo hubiera deseado poder convertirse en Frau von Reisenbach!, mas bien sabía ella que alcanzar ese nombre era imposible; las circunstancias los habían unido y las circunstancias, ahora estaba segura, les alejarían un día, si todo iba bien, debido al status de Wilhelm, si todo iba mal..., ya nada importaba, lo cierto es que después, para ella, el mundo habría dejado de existir.

Llegaron casi de madrugada a Wolkenbruch, y un aburrido oficial de guardia les condujo a los aposentos que se les tenían reservados al ilustre prisionero y a su criado, un muchachito delgado, y bastante necio, que parecía muerto de sueño.

En una de las piezas había un sencillo lecho, un arcón, y en un ángulo, el catre del fámulo, en la otra, una vulgar chimenea de piedra, dos taburetes, una rústica mesa con una jarra llena de agua y un vaso de metal, amén de un candil que el oficial se apresuró a encender con la vela que portaba; desde luego, muy atrás habían quedado las comodidades y el esplendor del pabellón.

Wilhelm se encaró con el oficial y le dijo que, tanto él como su criado, no habían probado bocado desde el medio día y que desearían comer algo. El interpelado frunció el ceño molesto, y luego de un breve instante de duda, le dijo a von Reisenbach:

-Un soldado acompañará a vuestro criado y en las cocinas le aprovisionarán.

Liesel se apresuró a obedecer al militar, antes de que Wilhelm soltase alguna inconveniencia que les comprometiera y al poco regresaba con una botella de vino, media hogaza de pan ya duro y un pedazo de queso que ambos comieron en silencio.

 

 

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