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Dio comienzo la cena y la muchacha empezó a sentirse mal; creía que se iba a desmayar; los cómicos, alucinante cohorte de blancas caras, labios móviles y ojos brillantes, hablaban con sus sonoras voces de teatro y a ella se le antojaba una barahúnda de gritos horribles; colocada ante el anfitrión al otro extremo de la larga mesa, adivinaba su mueca lobuna de malvado regocijo y le importaba muy poco que supiera que ella y Wilhelm eran amantes, lo que no podía perdonarle es que se complaciese en herirla de aquella forma tan ruin en venganza a sus desprecios, porque no le cabía la menor duda de que él había invitado a Rosina con la peor de las intenciones.

Liesel se estaba comiendo sus propias lágrimas, cuando inesperadamente Wilhelm entró en el comedor...  solo, para asombro de la concurrencia.

-¿Y Rosina? –exclamó Emil Konrad olvidándose de disimular su desencanto.

-La signora se ha indispuesto –repuso con semblante inescrutable el poeta-; apenas habíamos llegado al pabellón y ha preferido volver, acabo de dejarla en sus habitaciones.

-¿Algo grave? –quiso saber el duque con el ceño fruncido mientras los demás miraban a Wilhelm extrañados porque había transcurrido demasiado tiempo desde que saliera del castillo, por lo menos hora y media.

-No, pero se desmayó y tuve que reanimarla.

El duque esbozó una sonrisa divertida.

-Sois temible, von Reisenbach, temible –subrayo burlonamente.

Liesel no existía, sólo escuchaba con el ánimo en suspenso y los pensamientos enredados como los hilos de una madeja.

Repentinamente, Fiorella intervino, apaciguando tensiones con sus palabras:

-Es normal la indisposición, todo el día de viaje y con el talle tan ceñido en medio del calor que hace... La Bertuchelli ya no es una niña, debiera tenerlo presente.

-Mia cara –repuso su marido amonestándola-, no critiques, que todas las mujeres sois por un igual presumidas.

Wilhelm ocupó un sitio vacío en la mesa, junto a él, el desocupado de Rosina.

-¿Piensa ayunar esta noche nuestra querida actriz? –se interesó el duque fingiendo una solicitud que se hallaba muy lejos de sentir.

-Creo que sí –dijo Wilhelm escuetamente mientras lanzaba una mirada culpable en dirección de Liesel, tan lejana.

El escultor se hallaba a su derecha y, por esta razón, bajo la luz de los candelabros, pudo ver con entera claridad como la diestra de von Reisenbach, ofrecía en su dorso la señal inequívoca de haber sido arañada hasta sangrar, lo que tuvo la virtud de sumirle en irónicas especulaciones; ¿apreciaría debidamente la señorita Liesel la casta resistencia de su amante?

Pero cuando se levantaron de la mesa, los observadores ojos de Dorigny descubrieron que el poeta se había cambiado de calzón mientras estuvo fuera, lo que le hizo variar de opinión sobre aquel nuevo émulo de José.

El resto de la fiesta discurrió por mejores cauces; anulada Rosina por una rabieta monumental que realmente la indispuso, todo se fue en hablar de la obra del poeta, en trazar planes sobre una pronta representación a cargo de la compañía de Baldassare Créspolo -en insinuar nuevamente que de aquella obra podía hasta salir el libreto de una ópera-, e incluso llegó a mencionarse el que la señorita Liesel pudiera tener un lucido papel en la obra de teatro, sugerencia que enturbió el ceño de Wilhelm y que no arrancó de labios de la muchacha ninguna promesa.

Dorigny y el poeta hablaron largamente de la situación política en Francia, que el primero enjuiciaba preocupado al temer, con razón, que la teórica no fuese a desatar los peores instintos que encierra el alma humana –homo homini lupus-, sorprendiéndole un tanto a Philippe-Lucien el ingenuo idealismo de von Reisenbach, discípulo fiel del contradictorio Jean-Jacques Rousseau por una parte y, por otra, firme creyente en los mundos de utopía, en los reyes pastores y en administrar la justicia debajo de un árbol, y le inquietó que albergara tales ideas de perfección y amor fraterno para una sociedad que indudablemente nunca las aceptaría pues sólo era capaz de asimilarlas como mito. Ya le había sorprendido su obra teatral, un tanto revolucionaria e inexplicablemente bendecida por el duque de Alt-burg, uno de los más conservadores nobles de los que tenía noticia, y empezó a pensar si el escritor y la jovencita no estarían hechos ciertamente el uno para el otro, dado que ella debido sus cortos años y él, al hallarse por completo fuera de la realidad, no parecían darse cuenta de lo que era la vida y a donde podía llevarles ese desconocimiento.

La velada se prolongó hasta altas horas de la madrugada –pues no sólo se charló y se hicieron planes, sino que además hubo música; Fiorella y uno de los actores deleitaron al respetable cantando, Baldassare contó mil y una anécdotas divertidas del mundo de la farándula, se interpretaron fragmentos de obras del repertorio, y ya próximo el amanecer, Wilhelm y Liesel rechazaron la invitación del duque a quedarse a dormir en el castillo, prefiriendo regresar a su pabellón, aunque no en el cabriolé, por supuesto, ya que la inminente aurora se anunciaba algo fresca.

Vinieron entonces las protocolarias despedidas y con ellas la revelación de que la compañía de Baldassare marcharía después de comer y de que Philippe-Lucien Dorigny lo haría sólo porque él no era uno de los convocados propiamente dichos sino que, casualmente en el camino, habíase encontrado con La Bertuchelli, el eje de una de las ruedas de cuyo coche acababa de romperse y precisando la actriz llegar al castillo de Alt-burg antes de que anocheciera, ya que el duque la había invitado al saberla de paso hacia Viena, monsieur Dorigny se comprometió galantemente en no hacerla faltar a su cita.

El escultor agregó que marchaba a Weimar en donde la duquesa Anna Amalia, madre del príncipe reinante Carl August, le esperaba para encargarle un grupo escultórico destinado a uno de sus parques.

-Por tal motivo –concluyó-, permaneceré allí largo tiempo, cuanto menos un año. 

Von Reisenbach le abrazó efusivo, pues había simpatizado mucho con él, prometiéndole, que una vez libre de su absorbente tarea en la obra teatral, iría a visitarle.

Philippe-Lucien besó la mano de Liesel respetuosamente y al levantar la mirada, sus ojos se cruzaron con los tristes de ella; de nuevo sintió que le dominaba la piedad, y sonriendo con dulzura, le dijo:

-Espero que volvamos a vernos, señorita –e iba a añadir, “en mejores circunstancias”, pero optó por callarse.

Por toda respuesta, Liesel asintió cortésmente en silencio.

 

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