Así
estaban las cosas
hasta el día en que
Wilhelm la informó
de que Emil Konrad,
el duque de Alt-burg,
su protector, su mecenas,
el hombre de quien
dependía su destino,
iba a regresar al
castillo permaneciendo
unas semanas, según
periódica costumbre
suya, noticia que
llenó a la jovencita
de inquietud porque
ello suponía una inevitable
presentación, ya que
el duque no era ni
un mayordomo ni un
ama de llaves a los
que se pudiera eludir
fácilmente.
Muy
preocupada Liesel,
y después de pensárselo
bastante, hizo al
fin partícipe de sus
temores al poeta,
quien los encontró
verdaderamente pueriles,
aunque muy femeninos,
pero se guardó mucho
de chancearse ya que
ella parecía hallarse
consternada.
-No
quiero que el duque
me vea con los vestidos.
-¿Qué
les sucede a los vestidos?
-Son
de sus sobrinas, los
reconocerá...
-¿Y
bien?
Liesel
le miró angustiada.
-Sabrá
que no son míos.
-Pequeña,
¿crees que el duque
se acuerda de cómo
visten sus sobrinas?
-Se
lo puede decir el
ama de llaves –y como
atisbara en el rostro
de Wilhelm un gesto
de duda, añadió precipitadamente-.
O tal vez se lo digan
sus sobrinas si acaso
viniesen con él; para
mí sería muy humillante,
señor.
Wilhelm,
divertido, comentó
despreocupado:
-Aunque
venga con sus... sobrinas,
te aseguro que ellas
no reconocerán los
trajes, el duque tiene
muchas sobrinas.
Durante
unos segundos, Liesel
no captó el significado
de aquellas palabras,
pero luego sí y enrojeció
violentamente.
-¿Pretendéis
decir que... que no
son sus sobrinas?
Él
sonrió con indulgencia.
-Les
suele dar ese nombre.
Sus hermanos sólo
tuvieron descendencia
masculina.
-¿Y
la duquesa no tenía
parientes?
-Su
esposa falleció joven,
sin hijos, y, al morir,
los lazos familiares
por esa parte se rompieron.
-¿Entonces,
sigue viudo?
-De
momento sí –repuso
con indiferencia Wilhelm.
Descansaban
en el lecho en esos
instantes y él se
sorprendió de que
la muchacha se apartase
bruscamente de su
lado subiéndose la
colcha hasta la barbilla.
La miró sin comprender,
descubriendo que los
grandes ojos de Liesel
estaban llenos de
lágrimas, y como desde
la inolvidable mañana
en la biblioteca no
había vuelto a llorar,
de nuevo el caballero
se encontró ante el
consabido y temible
misterio de la incomprensible
conducta femenina.
-¿Qué
sucede, qué he dicho
yo para que te pongas
así? –preguntó cauteloso
mientras intentaba
suave y juguetonamente,
bajar la colcha con
la que ella había
cubierto su desnudez.
-¿Yo
también soy vuestra
sobrina?
-¿Mi
sobrina? –repitió
Wilhelm perplejo,
deteniendo sus maniobras.
-¿Es
así como se llama
a las amantes de los
señores?
Wilhelm
no supo si enfadarse
o echarse a reír.
-Pero,
¿qué ideas absurdas
cruzan por esa cabecita?
Hubo
una breve pugna entre
ambos; él intentaba
soltar de sus dedos
la colcha y ella se
aferraba a la tela
como si ésta fuera
un escudo. Al final,
Wilhelm tuvo que desistir.
-No
son ideas absurdas,
señor; si llevo el
traje de las “sobrinas”
del duque es como
si vistiera un uniforme...
¿Con qué nombre me
vais a presentar?
La
carita llorosa de
Liesel sobre la almohada,
sobresaliendo en medio
de sus cabellos castaños
y rizosos, constituía
un espectáculo adorable
y Wilhelm sintió despertársele
otra vez el deseo,
pero la niña, como
una nueva Lysistrata,
no parecía dispuesta
a ceder ahora a las
caricias del galán.
Intentó
besarla en la boca
y ella apartó el rostro
huraña.
La
fuerza de los débiles,
pensó Wilhelm, y como
era un hombre civilizado,
decidió parlamentar.
-Eres
mi pupila, tal como
te dije desde un principio,
y así serás presentada
al duque.
-¡Soy
vuestra amante!
Wilhelm
le consiguió arrebatar
la colcha a traición,
comenzando a besarle
el cuerpo apasionadamente,
a lo que ella no pudo
resistirse. Mas después,
se acercaba el crepúsculo
en la tarde de un
caluroso domingo estival,
Liesel insistió con
terquedad:
-El
duque se dará cuenta
de lo que soy.
-El
duque sólo verá a
una bellísima señorita
a quien sus tíos pusieron
bajo mi tutela.
-Eso
es una mentira.
-Debo
reconocer que, a veces,
es preciso mentir
–convino él risueño,
mas ella no sonrió
pese a que ambos permanecían
entrelazados aún y
su cuerpo aceptaba
en íntimo contacto
el de Wilhelm.
-No
quiero llegar a convertirme
en una “sobrina”.
-Nunca
tendrás ese título,
te lo prometo.
Wilhelm
lo dijo formalmente,
con el acento del
que hace una promesa
solemne, y la muchacha
se rindió al fin sabedora
de que él jamás la
abandonaría arrojándola
a un triste destino.
Tal vez se convirtiese
con el tiempo en su
ama de llaves, quizás
tuviera que aceptar
a una esposa del caballero
y cuidar de sus hijos,
pero nada de eso tenía
importancia si continuaba
a su lado para siempre.