Decepcionada,
la muchacha comió esta vez
sin ganas, picoteando apenas
de los platos, y, después,
sin saber que hacer, porque
era demasiado pronto para
ponerse a trabajar de nuevo,
y no experimentando deseo
alguno de pasear por los alrededores,
resolvió finalmente subir
al segundo piso y echarse
un rato en la cama, porque
de improviso el desánimo la
condujo al cansancio y éste
al anhelo de dormir para olvidarse
de muchas cosas.
Subió
la escalera lentamente, como
si cada miembro de su cuerpo
pesara igual que el plomo.
La ausencia del poeta había
trastornado su sencilla existencia
haciéndole tomar conciencia
de lo mucho que le había cambiado
la vida en pocos días. Ahora
ya no trabajaba en una posada,
con el movimiento que ello
implicara, sino para un escritor,
aunque, ¿trabajaba realmente?,
porque a ella copiar no se
le antojaba un trabajo propiamente
dicho. Que su nuevo patrón
fuese poeta no la colocaba
a su mismo nivel, ya que él
pertenecía a una clase social
diferente: la de los señores,
acostumbrados a invertir su
tiempo, o a perderlo, en esfuerzos
que nada tenían de práctico,
y además el caballero pretendía
reformar lo establecido con
tradición de siglos, lo que
era mucho peor porque esos
cambios nunca acaban bien,
y si lo hacen, quienes los
promovieran, invariablemente,
jamás llegan a presenciarlos.
Liesel
alcanzó el segundo rellano
con cada una de las puertas
alineadas frente a ella: la
del dormitorio de Wilhelm,
otra, la suya y la última;
todas cerradas.
Iba
a meterse en su aposento cuando
le asaltó un pensamiento intempestivo,
el deseo imperioso de inspeccionar
la estancia del caballero,
habitación que en la posada
había arreglado ella misma
día tras día esmerándose en
que todo estuviera limpio
y bien dispuesto para él.
No era simple curiosidad sino
un arrebato celoso en contra
de aquella competencia que
cada mañana irrumpía en el
dormitorio de Wilhelm usurpándole
un puesto que había sido el
suyo no hacía demasiado tiempo.
Y entró ya que la puerta no
estaba cerrada con llave.
Se
trataba de un dormitorio suntuoso,
¿algo había en aquel lugar
que no lo fuese?, en el que
la cama tenía dosel y todos
los muebles eran piezas de
fina ebanistería como en el
resto del pabellón. Lo supervisó
con mirada crítica, descubriendo
en la colcha unas delatoras
arrugas que evidenciaban prisas
y descuido lo que hizo que
la ira tiñese sus mejillas.
¡Ella nunca hubiese dejado
la cama así! Se aproximó,
y, con mano temblorosa, alisó
cuidadosamente el desperfecto.
Luego buscó flores en el cuarto,
no las había y las ventanas
permanecían mal entornadas,
unas demasiado cerradas y
otras demasiado abiertas.
Se acercó entonces a ellas
dejándolas a todas en una
medida justa y ordenada que
no hacía daño a la vista,
por lo menos a la suya, y
después no tuvo más remedio
que irse porque allí no tenía
nada más que hacer.
Al
pasar frente a la segunda
puerta, quiso entrar también
pero se encontró con que estaba
cerrada y habían quitado la
llave de la cerradura. Siguiendo
con el recorrido, ya puesta,
pasó de largo su dormitorio,
y probó con la última puerta,
infranqueable igualmente.
Suponía que las estancias
en las que no había podido
entrar eran otros tantos dormitorios,
clausurados a propósito ya
que no se hacía necesario
su uso.
De
nuevo regresó al suyo, y se
descalzó echándose en la cama;
intentaría dormir un rato
reintegrándose más tarde a
su labor de amanuense. Antes
de cerrar los ojos, con el
rostro lánguidamente reclinado
en dirección a los ventanales,
se dijo que la vida sin el
caballero era muy triste y
se le escaparon unas lágrimas
de autocompasión morbosa al
pensar en lo sola que estaba
realmente en este mundo.
Wilhelm
regresó con la caída del sol,
y ella, que se había pasado
la tarde llorando a intervalos
sobre la copia que estaba
haciendo, le recibió con los
ojos enrojecidos y los párpados
hinchados cuando él entró
en la salita cuya puerta de
comunicación había dejado
Liesel invitadoramente entreabierta.
El
caballero, sin cambiarse de
traje y con aspecto de fatiga,
pasó directamente de la biblioteca,
que atravesó con paso rápido
no sin antes haber dejado
sobre su mesa del escritorio
lo que había motivado el viaje
de aquel día, varios paquetes
de papel para escribir y provisión
de tinta y plumas de ave.
-¿Por
qué trabajas con tan poca
luz?, no debes forzar la vista;
no es eso lo que yo quiero.
Te has pasado el día consagrada
a tu labor, ya está bien por
hoy, déjalo –exclamó sorprendido
al encontrarla medio a oscuras
y tenazmente aferrada a la
pluma.
Liesel
se sonó y él entonces empezó
a alarmarse.
-¿No
te habrás resfriado, verdad?;
en el jardín...
Ella
tuvo un sobresalto.
-¿En
el jardín?
-Sí,
ayer, cuando paseábamos, empezó
a hacer fresco...
La
muchacha recobróse inmediatamente.
-No,
no lo creo, señor.
Él
remeció la cabeza con preocupación.
-De
todas formas, acostúmbrate
a tener cerca un chal por
si refresca; la primavera
suele ser traicionera y no
me perdonaría el que enfermaras
por mi causa.
Wilhelm
no llegó a entender nunca
como ella, al escuchar estas
palabras, se puso a sollozar
inconteniblemente y llevándose
el pañuelo a los ojos, abandonó
corriendo la habitación para
ir escaleras arriba a encerrarse
en su dormitorio, dando un
portazo.
-Rarezas
de mujer -pensó él con filosofía,
pero la incógnita quedó ahí
flotante para desconcierto
suyo.