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Olympe
de Gouges, nacida el 7 de mayo de 1748, hija de humilde familia y por este
orden, casada, madre, viuda en 1765, posteriormente actriz y escritora,
se convirtió en una de las más ardientes activistas de la Revolución
Francesa por cuanto en ella veía una solución a los seculares problemas
de marginación que la mujer sufría. Sus justas reivindicaciones
no fueron vistas con buenos ojos por los jacobinos quienes, a raíz
de haber escrito la Declaración de los derechos de la mujer
y de la ciudadana, “olvidados” por los ciudadanos varones,
no dudaron a la hora de mandarla a la guillotina en 1793, bajo acusación
de sediciosa y por haberse burlado de Robespierre en la famosa carta
titulada: Pronostic de Monsieur Robespierre pour un animal
amphibie.
Olympe
de Gouges fue una apasionada defensora de los derechos de la mujer y su voz
sigue resonando ahora, con total autoridad y vigencia más de doscientos
años después, en éste nuestro mundo actual; escuchémosla.
©
Estrella Cardona Gamio 4.3.2005
DECLARACIÓN
DE LOS DERECHOS DE LA MUJER Y DE LA CIUDADANA
Olympe
de Gouges, 1789
Para ser decretados por la Asamblea Nacional en sus ultimas
sesiones o en la próxima legislatura.
PREÁMBULO
Las madres,
hijas, hermanas, representantes de la nación, piden que se las constituya
en Asamblea Nacional. Por considerar que la ignorancia, el olvido
o el desprecio de los derechos de la mujer son las únicas causas
de los males públicos y de la corrupción de 105 gobiernos, han resuelto
exponer en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables
y sagrados de la mujer a fin de que esta declaración, constantemente
presente para todos los miembros del cuerpo social les recuerde
sin cesar sus derechos y sus deberes, a fin de que los actos del
poder de las mujeres y los del poder de los hombres puedan ser,
en todo instante, comparados con el objetivo de toda institución
política y sean más respetados por ella, a fin de que las reclamaciones
de las ciudadanas, fundadas a partir de ahora en principios simples
e indiscutibles, se dirijan siempre al mantenimiento de la Constitución,
de las buenas costumbres y de la felicidad de todos.
En consecuencia,
el sexo superior tanto en belleza en coraje, como en los sufrimientos
maternos, reconoce y declara, en presencia y bajo 105 auspicios
del Ser Supremo, los Derechos siguientes de la Mujer y de la
Ciudadana.
ARTÍCULO
PRIMERO
La mujer
nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones
sociales sólo pueden estar fundadas en la utilidad común.
II
El objetivo
de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales
e imprescriptibles de la Mujer y del Hombre; estos derechos son
la libertad, la propiedad, la seguridad y, sobre todo, la resistencia
a la opresión.
III
El principio
de toda soberanía reside esencialmente en la Nación que no es más
que la reunión de la Mujer y el Hombre: ningún cuerpo, ningún individuo,
puede ejercer autoridad que no emane de ellos.
IV
La libertad
y la justicia consisten en devolver todo lo que pertenece a los
otros; así, el ejercicio de los derechos naturales de la mujer sólo
tiene por límites la tiranía perpetua que el hombre le opone; estos
límites deben ser corregidos por las leyes de la naturaleza y de
la razón.
V
Las leyes
de la naturaleza y de la razón prohíben todas las acciones perjudiciales
para la Sociedad: todo lo que no esté prohibido por estas leyes,
prudentes y divinas, no puede ser impedido y nadie puede ser obligado
a hacer lo que ellas no ordenan.
VI
La ley
debe ser la expresión de la voluntad general; todas las Ciudadanas
y Ciudadanos deben participar en su formación personalmente o por
medio de sus representantes. Debe ser la misma para todos; todas
las ciudadanas y todos los ciudadanos, por ser iguales a sus ojos,
deben ser igualmente admisibles a todas las dignidades, puestos
y empleos públicos, según sus capacidades y sin más distinción que
la de sus virtudes y sus talentos.
VII
Ninguna
mujer se halla eximida de ser acusada, detenida y encarcelada en
los casos determinados por la Ley. Las mujeres obedecen como los
hombres a esta Ley rigurosa.
VIII
La Ley
sólo debe establecer penas estrictas y evidentemente necesarias
y nadie puede ser castigado más que en virtud de una Ley establecida
y promulgada anteriormente al delito y legalmente aplicada a las
mujeres.
IX
Sobre
toda mujer que haya sido declarada culpable caerá todo el rigor
de la Ley.
X
Nadie
debe ser molestado por sus opiniones incluso fundamentales; si la
mujer tiene el derecho de subir al cadalso, debe tener también igualmente
el de subir a la Tribuna con tal que sus manifestaciones no alteren
el orden público establecido por la Ley.
XI
La libre
comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los
derechos más preciosos de la mujer, puesto que esta libertad asegura
la legitimidad de los padres con relación a los hijos. Toda ciudadana
puede, pues, decir libremente, soy madre de un hijo que os pertenece,
sin que un prejuicio bárbaro la fuerce a disimular la verdad; con
la salvedad de responder por el abuso de esta libertad en los casos
determinados por la Ley.
XII
La garantía
de los derechos de la mujer y de la ciudadana implica una utilidad
mayor; esta garantía debe ser instituida para ventaja de todos y
no para utilidad particular de aquellas a quienes es confiada.
XIII
Para el
mantenimiento de la fuerza pública y para los gastos de administración,
las contribuciones de la mujer y del hombre son las mismas; ella
participa en todas las prestaciones personales, en todas las tareas
penosas, por lo tanto, debe participar en la distribución de los
puestos, empleos, cargos, dignidades y otras actividades.
XIV
Las Ciudadanas
y Ciudadanos tienen el derecho de comprobar, por sí mismos o por
medio de sus representantes, la necesidad de la contribución pública.
Las Ciudadanas únicamente pueden aprobarla si se admite un reparto
igual, no sólo en la fortuna sino también en la administración pública,
y si determinan la cuota, la base tributaria, la recaudación y la
duración del impuesto.
XV
La masa
de las mujeres, agrupada con la de los hombres para la contribución,
tiene el derecho de pedir cuentas de su administración a todo agente
público.
XVI
Toda sociedad
en la que la garantía de los derechos no esté asegurada, ni la separación
de los poderes determinada, no tiene constitución; la constitución
es nula si la mayoría de los individuos que componen la Nación no
ha cooperado en su redacción.
XVII
Las propiedades
pertenecen a todos los sexos reunidos o separados; son, para cada
uno, un derecho inviolable y sagrado; nadie puede ser privado de
ella como verdadero patrimonio de la naturaleza a no ser que la
necesidad pública, legalmente constatada, lo exija de manera evidente
y bajo la condición de una justa y previa indemnización.
EPÍLOGO
Mujer,
despierta; el rebato de la razón se hace oír en todo el universo;
reconoce tus derechos. El potente imperio de la naturaleza ha dejado
de estar rodeado de prejuicios, fanatismo, superstición y mentiras.
La antorcha de la verdad ha disipado todas las nubes de la necedad
y la usurpación. El hombre esclavo ha redoblado sus fuerzas y ha
necesitado apelar a las tuyas para romper sus cadenas. Pero una
vez en libertad, ha sido injusto con su compañera. ;Oh, mujeres!
¡Mujeres! ¿Cuando dejaréis de estar ciegas? ¿Qué ventajas habéis
obtenido de la Revolución? Un desprecio más marcado, un desdén más
visible... ¿Qué os queda entonces?, la convicción de las injusticias
del hombre. La reclamación de vuestro patrimonio, fundado sobre
los sabios decretos de la naturaleza; ¿qué tendríais vosotras que
temer de una tan noble empresa, acaso las buenas palabras del legislador
de las Bodas de Cannaán? ¿Creéis a nuestros legisladores franceses,
correctores de esa moral largo tiempo vigente, pero ya trasnochada,
cuando nos repiten: mujeres, ¿qué hay de común entre nosotros y
vosotras? Todo, tendríais que responder. Si ellos se obstinan, en
su debilidad, colocando esta inconsecuencia en contradicción con
sus principios, oponed valerosamente la fuerza de la razón a sus
vanas pretensiones de superioridad, unios bajo el estandarte de
la filosofía, desplegad toda la energía de vuestro carácter, y veréis
pronto a estos prepotentes, nuestros serviles adoradores arrastrándose
a vuestros pies, pero orgullosos de compartir con vosotras los tesoros
del Ser Supremo. Cualesquiera sean las barreras que se os opongan,
está en vuestro poder derribarlas, sólo tenéis que querer.
Pasemos
ahora a ese espantoso cuadro dentro del cual habéis estado en la
sociedad y porque ya ha llegado el momento de una educación nacional,
veamos si nuestros sabios legisladores pensaran con sensatez acerca
de la educación femenina.
Las mujeres,
sin embargo, no han sabido hacerlo bien, pues la presión y el disimulo
han sido su herencia, así, lo que la fuerza les arrebató, la astucia
tuvo que devolvérselo, entonces ellas han recurrido a todos los
resortes de sus encantos y nadie se les ha podido resistir.
El veneno,
el hierro, eso es lo que han manejado las mujeres, practicando tanto
el crimen como la virtud. El gobierno francés, sobre todo, ha dependido
durante siglos de la administración nocturna femenina; en el gabinete
no había secretos para su indiscreción –la de los varones-; embajada,
órdenes, ministerio, presidencia, pontificado, cardenalato, en fin,
todo lo que caracteriza la estupidez de los hombres, en profano
y sacro, todo lo que ha estado sometido a la codicia y a la ambición
de este sexo antiguamente despreciable y respetado, y desde de la
Revolución, respetable y equivocado.
En esta
suerte de antitesis ¡cuantas observaciones podría señalar! y no
tengo más que un momento para hacerlos, pero ese instante fijará
la atención de la posteridad incluso de la más lejana.
Bajo el
antiguo régimen, todo era vicioso, todo era culpable, pero, ¿no
se podría apercibir la mejora de las cosas en la sustancia misma
de los vicios? Una mujer no tenía otra necesidad que la de ser bella
o amable, y cuando poseía estas dos ventajas veía cientos de fortunas
a sus plantas. Y si ella no sacaba beneficio es porque tendría un
carácter extravagante o bien una filosofía poco común que la llevaría
al desprecio de las riquezas, por tanto no sería considerada otra
cosa mejor que una cabeza sin seso; pues la más indecente se hace
respetar con el oro ya que el comercio de las mujeres ha sido una
especie de industria admitida habitualmente, y que, en lo sucesivo,
no tendrá más crédito.
Si esto
durase, la Revolución estaría perdida, y bajo los nuevos ejemplos,
nosotros estaríamos corrompidos por siempre. Entre tanto, la razón
puede disimular que todo otro camino a la fortuna está cerrado a
la mujer que el hombre compra -como la esclava se adquiere en las
costas de África-. Pero aquí no se ignora que existe una gran diferencia;
la esclava manda (sexualmente) en el amo para el exclusivo placer
de éste, pero si el amo le da la libera sin recompensarla hay una
edad en la cual la esclava ya ha perdido todos sus encantos, entonces,
¿en qué se convierte esta infortunada? Es la víctima del desprecio;
las mismas puertas de la beneficencia le son cerradas, ella es pobre
y vieja, entonces dicen, ¿por qué no ha procurado hacer fortuna?.
Otros
ejemplos todavía más punzantes se ofrecen a la razón. Una jovencita
sin experiencia, seducida por el hombre al que ama, abandonará a
sus padres para seguirle y el ingrato la dejará después de algunos
años y cuando ella haya envejecido a su lado, más la inconstancia
del varón será inhumana; si ella tiene hijos, él la abandonará lo
mismo. Si es rico se creerá dispensado de compartir esa fortuna
con sus víctimas. Si un vínculo le ata a sus deberes, violará esas
obligaciones esperándolo todo de las leyes, y si está casado, cualquier
otro lazo pierde sus derechos.
¿Que leyes,
hay que hacer para extirpar el vicio en su raíz?: la del reparto
de las fortunas entre los hombres y las mujeres, y de la administración
pública.
Se concibe
acomodaticiamente que aquella que ha nacido en el seno de una familia
rica, gana mucho con las igualdad de la herencia, pero aquella que
haya nacido en el de una familia pobre, poseyendo sólo el mérito
de sus virtudes, ¿qué premio obtendrá? La pobreza es su oprobio.
Si la mujer no destaca precisamente en música o en pintura, no puede
ser admitida en ninguna función pública, cuando pudiera tener toda
la capacidad para ello.
No quiero
decir que no se aperciban estas cosas, pero yo las profundizaré
en la nueva edición de todas mis obras políticas, que me propongo
dar al público en unos días, con sus anotaciones.
Reprendo
mi texto en cuanto a moral. El matrimonio es la tumba de la confianza
y del amor. La mujer casada puede impunemente dar hijos bastardos
a su marido y la fortuna que no le pertenece. Aquella que no está
casada no tiene sino un débil derecho: las antiguas e inhumanas
leyes rechazan el derecho sobre el nombre y sobre los bienes del
padre para sus hijos, y no se han escrito nuevas leyes sobre esta
materia.
Si intentar
conceder a mi sexo una consistencia honorable y justa, se considera
en este momento como una paradoja por mi parte y como tentar lo
imposible, yo dejo a los hombres venideros la gloria de tratar esta
materia, pero en la espera, puede prepararse la educación nacional,
por la restauración de costumbres y por las convenciones conyugales.
La
DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DE LA MUJER Y DE LA CIUDADANA de
Olympe de Gouges, ha sido parcialmente extraído de: http://www.geocities.com/Athens/Parthenon/8947/Olympe.htm
y la mayor parte del texto perteneciente al Epílogo,
fue traducido directamente del original en francés por Estrella
Cardona Gamio.
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